SONIDOS DE LA LLUVIA
Ya han pasado más de cuatro décadas desde que te fuiste y a la segunda casa que habías construido con techado de zacate blanco también le dolió tu partida porque meses después la mayoría de los postes de madera que servían de muro no soportaron seguir de pie y se desmoronaron. Milagrosamente, los cuatro pilares no se rompieron del todo y ayudaron a mantener intacto el tejido del zacate con bejuco. Por ello, al caer la casa quedó sentada como si fuera una persona y a pesar de estar lastimada parecía que en esa posición estuviera aferrada a la idea de que algún día tú regresarías. Sin embargo, todas las personas en El Duraznal sabían que jamás volverías, pues ya estabas muerto. Así permaneció durante dos semanas y luego mi mamá decidió convertirla en casa del maíz. En temporada de cosecha allí almacenábamos mazorcas de diferentes tamaños y colores. Al año siguiente, a los árboles se les ocurrió danzar por varias horas ininterrumpidas y provocaron que la casa cayera completamente y también muriera como Matías.
Por estas muertes, la tristeza quedó impregnada en mí y mientras estaba atrapado en estos recuerdos me di cuenta que ya había terminado mi jornada de trabajo en la Universidad Intercultural del Estado de Puebla. Al salir al patio principal vi que el cielo había ennegrecido y pensé que muy pronto llovería. Entonces apresuré mis pasos en la vereda y diez minutos después llegué a la casa donde meses atrás había alquilado un cuarto. A un lado de la puerta estaba sentado un niño sobre un montón de tabicones y me atreví en preguntarle qué hacía allí: “Estoy viendo para allá y no hay señales de que lloverá”, respondió, y con la mano derecha apuntó hacia abajo donde se alzaban dos imponentes cerros que juntos parecían formar una puerta gigante en el Totonacapan. Cada vez que he contemplado los amaneceres en este lugar, momentáneamente, ha hecho que esconda algunos de tantos temores y tormentos y hasta he llegado a creer que la vida sí es bella. Enseguida, el niño se levantó; caminó unos metros y se perdió entre las plantas de café.
Algo raro había en él ya que desde el momento en que cruzamos las miradas me vi en sus ojos y era como estar parado frente a un espejo e inmediatamente se reflejaron un montón de vivencias del pasado cercano y lejano. Sin embargo, sólo me concentré en recordar una experiencia más cuando aún vivía en El Duraznal y es que en temporadas de lluvia veía durante el atardecer una mancha blanca enorme sobre Atitlán. No se trataba de las esponjosas nubes blancas o grises que siempre adornaban el cielo mixe, sino que aquella mancha constituía la formación de la lluvia y al principio se encontraba en total quietud. Luego avanzaba lentamente y al acercarse en el cerro La Lagartija se escuchaba un zumbido como el que produce la corriente del río cuando ha llovido día y noche. En realidad era el sonido de la lluvia y tardaba unos minutos más en caer las primeras gotas en la casa. Por lo que todavía nos daba tiempo de bajar la ropa en el tendero y levantar los granos de maíz sobre el petate.
Mientras llovía, mis hermanos y yo nos sentábamos alrededor de la lumbre para tomar café. En aquel año mi tío Fortino me había regalado una resortera y eso pasó cuando él tenía el cargo de agente en el pueblo. Viajaba constantemente a Tamazulápam y a Oaxaca para realizar trámites burocráticos en alguna dependencia de gobierno. Así que al dejar de llover iba al monte en busca de pájaros y algunas veces llegué a matar al colibrí justo cuando se detenía en el aire y clavaba su pico en alguna flor para alimentarse del néctar. En mi tierna infancia no sabía que estaba prohibido matarlo hasta que la abuela Josefa me contó que hubo una época en que el colibrí tenía voz y hablaba. Incluso la gente pensaba que era un pájaro chismoso y por esa razón le metieron un vara delgada que aún hoy día funciona como batidor de guisados en algunas familias mixes. De esta manera dejó de hablar y también le quedó para siempre el pico largo.
Al pie del cerro La Lagartija vivía la abuela y los fines de semana yo bajaba para ayudarla en sus quehaceres. Por la vereda principal de llegada había un ojo de agua y con los rayos del sol podía ver mis cachetes dentro de él. Abajo del patio tenía varios árboles de aguacate y al mediodía subía a cortar nísperos y limas. Detrás de la casa también se encontraban muchas matas de maguey y todas las mañanas y tardes íbamos a “raspar” esta planta para extraer aguamiel. Tres décadas después, en la colonia Siete Regiones en Oaxaca, mi tío Fortino tomó mezcal y discutió con su hijo Omar.
Ese mismo día pero en la tarde lo encontaron tumbado bocarriba al interior de su casa y presentaba un golpe en la cabeza. Cuando llegó la ambulancia todavía sangraba y en el trayecto perdió la vida. Aquella muerte fue casi igual como la de su papá Justo Santiago, porque cuando caminaba en una de tantas veredas en Tamazulápam tropezó con una piedra y allí mismo murió…