DON SALOMÓN ORTIZ.ROSTRO Y VOZ DE LA CONCIENCIA CHATINA / 307
A cientos de kilómetros de una biblioteca bien equipada y alejado de la vida digital que caracteriza a las ciudades, don Salomón Ortiz parece saber algunas cosas fundamentales. Sabe que la modernidad le ha robado al mundo la mirada incisiva acerca de la historia. Que las nuevas generaciones navegan a ciegas por el océano de la información inmediata. Que no hay que repetir como pericos los engaños del libre mercado. Reflexivo, afirma que hay que defender la tierra sobre todas las cosas y advierte el daño irreversible que han producido los químicos en el suelo y en el alma del hombre.
Desde los bosques nubosos de la Sierra Madre del Sur de Oaxaca, don Salomón se pregunta cosas que los medios tradicionales creen que sólo interesan a los blancos. Cuestiona la escasa disposición de los gobiernos que no dirigen sus esfuerzos para procurar la salud, la paz y la justicia a pesar de las guerras, las pandemias y las hambrunas.
Este pensador de las montañas fuma relajado los cigarros que forja con hojas de totomostle. Desde las bolas de humo que exhala, intuye que la debacle del planeta es responsabilidad de los grandes capitales que han reducido a la humanidad a la categoría de mercancía para seguir manteniéndola bajo su dominio.
Considerado por su comunidad chatina como uno de los últimos patriarcas, a sus ochenta y siete años don Salomón, sin embargo, se siente solo. No tiene con quién hablar, dice, acerca de los asuntos que aún le preocupan: la política y el entramado social de su pueblo. Para él la política escapa del marco teórico y su ejercicio sirve sólo si el ser humano es capaz de deshacerse de la envidia, la soberbia y el egoísmo y está dispuesto a ponerse al servicio de los demás.
En un mundo atrapado por el hedonismo de las redes sociales y la quimera televisiva, es inimaginable encontrarse con estas acepciones en lugares tan remotos como Rancho Nuevo, una comunidad que no rebasa los ciento cincuenta habitantes, enclavada en una de las zonas más apartadas de la Sierra Madre del Sur, a la que se accede por una angosta y accidentada carretera de tierra, después de un recorrido de cinco horas desde Puerto Escondido.
Don Salomón es sin duda uno de los rostros que reivindica la erudición y resistencia de los pueblos originarios de México. En su juventud, fue un hombre solidario hasta que el peso de los años mermó sus fuerzas. Sirvió como autoridad de su pueblo durante largos periodos sin percibir salario alguno, de acuerdo a las costumbres que rigen la vida rural en Oaxaca. Desde muy joven aprendió albañilería, actividad que combinó con su trabajo de traductor en el ahora extinto Instituto Nacional Indigenista (INI). Al igual que varias generaciones suyas, sembró maíz y frijol en las laderas escarpadas de los cerros para dar de comer a su familia y contribuir con los festejos patronales de su comunidad. Pero, sobre todo, don Salomón cultivó desde esas épocas el espíritu crítico para defender incansablemente los intereses comunales y tender su mano a los avecindados.
Para este viejo campesino el acto de conversar significa una veneración. Su fluidez proviene de esa tierra fecunda que marcó la vida de los pueblos indígenas. El pueblo chatino es considerado una de las primeras tribus que habitaron el suroeste de Oaxaca. Su nombre antiguo, Kitse Chatnio, se traduce como “trabajo de las palabras” y su lengua y cultura tuvieron una fuerte presencia entre el Pacífico y la Sierra Madre del Sur desde el año 800 a.C. Vestigios de su influencia han sido encontrados entre Río Verde y Puerto Escondido en las localidades de Nopala, Juquila, Manialtepec y Chila, según Liliana Gómez Montes, historiadora e investigadora de la Universidad del Mar en Huatulco.
Para llegar a Rancho Nuevo viajo en la parte trasera de una Nissan que resiste los rigores de una carretera serpenteante. Carlos Fuentes Santos conduce con la misma pericia con que caza cocodrilos y difunde la cultura afrodescendiente en las zonas lacustres de la costa oaxaqueña. Bruno, su pequeño hijo, duerme en los brazos de Verónica, su madre, y sueña el futuro desde la rendija en que se asoman los pliegues de robustas montañas.
En Tataltepec de Valdez dejamos atrás el asfalto y nos internamos por un paisaje arborescente de altos pinos y cascadas crepitantes. Antes de llegar a nuestro destino, remontamos montañas y precipicios por veredas severamente afectadas por las últimas lluvias de agosto. Dos o más veces hemos de bajarnos del vehículo para colocar piedras sobre el camino enfangado y reanudar nuestro viaje. Recorremos la misma ruta de antiguas migraciones que obligadas al destierro subieron a las montañas para evitar a los asentamientos españoles de finales del siglo XVI y preservar el conocimiento. Y aunque hasta aquí los vino a alcanzar la cruz y la espada, en esta sierra exuberante permanece aún encendida la llama de una epistemología ancestral, tan urgente en estos tiempos en que la concepción del desarrollo, asociada a la extracción y al dinero financiero, encamina al mundo al desastre.
La idea de escribir sobre don Salomón surgió a raíz de la invitación de Fuentes Santos para visitar a sus suegros en la Sierra. Además, tenía curiosidad de acercarme a los misterios de la cultura chatina, después de un año y medio de haber dejado Ciudad Juárez, una de las más activas fronteras mexicanas, y haberme instalado en Bajos de Chila, un pequeño pueblo costero aledaño a Puerto Escondido.
En vísperas del viaje conversé con Pablo, mi hijo mayor, sobre decolonialidad, un tema que me transportaba a la portada de Imágenes del Espíritu de Graciela Iturbide, que muestra a un viejo campesino vestido de manta, sombrero de paja y un morral de ixtle a la espalda. Parado ante la cámara, como si esperara los disparos fatales de un pelotón de fusilamiento, el hombre —cargando a cuestas todo el peso del abandono— es fotografiado delante de una pared de la que cuelgan los retratos de Miguel Hidalgo, José María Morelos y Pavón, Leona Vicario y Agustín Iturbide. Es de suponer que Iturbide nombró la foto Héroes de la patria en alusión al olvido de esos miles de campesinos sin nombre que la narrativa oficial ha borrado de la historia y a quienes ni la Independencia ni la Revolución hicieron justicia.
A mi llegada a Rancho Nuevo, las imágenes de Iturbide me seguían persiguiendo, y la entrevista con don Salomón me confirmó que la riqueza de Oaxaca sigue viva gracias a las grandes aportaciones de sus pueblos indígenas y afrodescendientes. Hay suficiente información en museos, archivos y bibliotecas acerca de las contribuciones de los pueblos indios en el campo de la democracia, la autonomía y la conservación de la naturaleza para negar su relevancia. A mi regreso a Puerto Escondido, en una fiesta de clase media, comprobé que los mestizos piensan lo contrario. Entre mezcales aparecieron de manera paulatina, pero constante, los “pinches indios”, los “parecen animales” y los “pinches bajados del cerro”.
Al hablar con algunos de los asistentes sobre mi viaje y hallazgos en Rancho Nuevo, el silencio no fue la excepción. Muchos respingaron cuando expresé que me parecía inadmisible que el gobierno estatal organizara la Guelaguetza con el fin de promocionar a Oaxaca y sus tradiciones indígenas en el ámbito turístico, mientras una buena parte de las comunidades permanecían en el abandono.
Expresé que en todo caso ese festival debía convertirse en un altoparlante que ayudara a derrumbar la narrativa oficial y contara la verdadera historia de marginación y despojo a la que han sido sometidos los pueblos de Oaxaca desde hace siglos.
Desde las primeras décadas posteriores a la invasión española, el sarampión y la viruela abatieron al pueblo chatino. Durante el virreinato, este pueblo quedó marginado de los beneficios del cultivo de la grana que los españoles incentivaron en otras comunidades indígenas para su exportación a Europa. En las partes altas de la costa oaxaqueña y sumidos en la miseria, a los chatinos la independencia mexicana les pasó de noche. No obtuvieron ningún beneficio de la separación institucional de México de la corona española en 1821. Todo lo contrario. Su situación de pobreza aumentó años después con el decreto de las Leyes de Reforma, mediante el cual el gobierno mexicano confiscó grandes extensiones de sus tierras. Durante el porfiriato se incentivó el cultivo del café en el sureste mexicano para aprovechar el incremento de su precio en el mercado europeo. El aumento de la producción del grano derivó en una mayor explotación hacia las comunidades indígenas que morían de hambre y de enfermedades curables mientras los hacendados se enriquecían. Entre 1875 y 1896, el pueblo chatino se sublevó tres veces, pero su alzamiento fue ferozmente reprimido por las fuerzas del gobierno y las huestes de los latifundistas. En el periodo revolucionario, algunos integrantes de la comunidad se sumaron a las filas de Emiliano Zapata. No fue sino hasta la década de los cincuenta cuando el gobierno federal promovió el cultivo del café en tierras chatinas, lo que aminoró el sufrimiento. Para Silvia Bazúa, de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, los chatinos han sido un grupo orgulloso de sus tradiciones. Siempre lucharon en contra de los poderes que los tenían dominados, según cuenta en su libro Los Chatinos (INI, 1982).
Desde que llegamos a Rancho Nuevo la mesa estaba servida. Mientras Juan Luis y su amigo Tomás matan un novillo para la fiesta en honor de Adela, una joven recién graduada de maestra, la conversación toma su curso. Hablamos de varios temas. El clima, los químicos, la guerra, la alimentación. Don Salomón no duda en replantear el asunto de la política. Afirma que para servir al pueblo es necesario dejar a un lado la envidia y la soberbia. Sólo así se puede poner uno “al servicio de los demás”. En el tema de la modernidad tiene un punto. Hasta ahora no vemos para qué sirve. Sólo le ha quitado fuerza a la tradición, nada más, dice. El tema fuerte que tratamos será el del autogobierno que la mayor parte de municipios oaxaqueños han escogido como medio para administrarse: 478 ayuntamientos de 571 operan bajo esta modalidad.
Don Salomón coincide en que la manera indígena es más democrática en cuanto a la forma en que se eligen a las autoridades. A diferencia de los gobiernos emanados de los partidos políticos, los usos y costumbres nutren la vida participativa de las comunidades y alientan su carácter autogestivo y asambleario. Don Salomón relaciona esta forma indígena de autogobierno con el “mandar obedeciendo”, que busca alejarse del autoritarismo clásico de otras formas de gobierno.
Reconocidos por el derecho positivo en Oaxaca de manera tardía, el autogobierno es un modo de organización usado de facto por los pueblos originarios de Oaxaca y el sureste mexicano desde hace cientos de años.
No es casual que en 1994 el levantamiento zapatista en Chiapas reivindicara la autonomía de los pueblos indígenas como una de sus demandas sustanciales en la mesa de negociaciones con el gobierno mexicano. Los alzados sabían que la demanda por la autonomía significaba la esencia de la lucha histórica en contra del despojo de sus territorios.
El 1 de enero de 1994, el mundo despertó con la noticia de que cientos de indígenas le habían declarado la guerra al gobierno en Chiapas. Bajo el estandarte de Emiliano Zapata y las armas en la mano, los alzados demandaban tierra, democracia, justicia y libertad. Mediante un discurso fresco y metafórico, que cautivaría a millones de jóvenes en el mundo, la revuelta zapatista dejaba atrás la encorsetada narrativa marxista e insertaba en la agenda nacional la discusión sobre la autonomía y los derechos culturales de los pueblos originarios del país. El momento era inédito, así como incuestionables sus causas. La rebelión se produjo en el contexto de una apertura del país al libre mercado y su salto inverosímil al primer mundo en el que paradójicamente “diez millones de indígenas vivían cercanos al neolítico”, señalaría Juan Villoro, un escritor afín a las causas altermundistas.
Don Salomón supo del zapatismo chiapaneco, pero ahora desconoce el curso de ese movimiento, que en los últimos años ha ignorado al gobierno para seguir reconstituyendo sus pueblos autónomos lejos de los reflectores. Pese a que Ernesto Zedillo se negó en 1995 a cumplir con los Acuerdos de San Andrés, que reconocían la autonomía indígena, Oaxaca sería de los pocos estados en el país que reportó ciertos avances en su legislación al reconocer algunos derechos de los pueblos indios.
En 1997, tres años después del levantamiento en Chiapas, el Congreso de Oaxaca aprobó enmiendas en las que se reconocían “las tradiciones y prácticas democráticas de las poblaciones indígenas”. En ese año, el Instituto Electoral de la entidad publicó un catálogo de intenciones en el que se observa que “ninguna decisión de la autoridad podía tomarse sin consultar a la asamblea” y concluía que “la delegación del mandato no está basada en interpretar los intereses del pueblo sino en hacer exactamente lo que el pueblo le encomienda”.
Don Salomón desconoce los antecedentes legales, pero su habilidad intuitiva le permite aterrizarlos a la realidad. Para hombres honrados como él, no hay más. Sabe que el ejercicio de la política sirve para hacer lo que el pueblo manda y no para satisfacer los intereses de “unos cuantos”.
“Mucha gente aquí no cree en los partidos políticos ni les tiene confianza”, dice cuando el tema discurre en torno a la corrupción que corroe los pilares de la administración pública. Razón no le falta. La desviación millonaria del erario al bolsillo de funcionarios y políticos deshonestos es una práctica común en la burocracia mexicana y constituye uno de los mayores lastres que ha agravado el deterioro de la vida de las poblaciones más marginadas.
Sin embargo, don Salomón es optimista. Piensa que las cosas han mejorado en los últimos años. “Por primera vez en mucho tiempo en el gobierno al parecer hay más preocupación por la gente de abajo”.
En el mundo de don Salomón no sólo existe la política. Le preocupa la catástrofe climática por venir. Se estremece al saber que 42 millones de árboles son talados diariamente en el planeta y que México se encuentra entre los cinco países de América Latina con mayor deforestación.
Los alrededores de Rancho Nuevo, perteneciente al municipio de Santa Cruz Zenzontepec, distrito de Juquila, están plantados de altos pinos que conforman una rica biósfera y convierten a la zona en una reserva herbolaria no declarada. Sus pobladores, de mayoría chatina, preservan sus vínculos con la madre tierra. Y aunque ahora se come más carne de res que en épocas anteriores, la base de su alimentación sigue siendo maíz, frijol, café, calabaza, tomate, verdolaga, hongos y cientos de plantas cuyas propiedades nutritivas permanecen aún ocultas para los dietistas citadinos.
Atrás de su vivienda crece una planta mediana. Sus vecinos le llaman pie de gallo, por la forma de sus hojas. Se muele y se come en tacos como si fuera carne. El pie de gallo es una de las tantas plantas comestibles y de uso medicinal que se dan en los alrededores de la comunidad.
Para él, la variedad existente de hierbas da vida porque su pureza es parte de la naturaleza. En algún momento señala que los químicos llegaron con los caminos, y con éstos también llegaron las enfermedades. Atribuye a los aditamentos artificiales responsabilidad en la muerte de la naturaleza y el espíritu del hombre. Este campesino se refiere al desastre ecológico en momentos en que el planeta sufre uno de los mayores desequilibrios. A su edad, se sorprende de la maldad que se cierne sobre el planeta. Sabe de la guerra entre Rusia y Ucrania y le preocupa tanto como la contaminación de los cultivos. No entiende el afán mercantilista que expolia el trabajo de los campesinos que “dan de comer al mundo” y asegura que a la vida occidental le hace falta mucho humanismo.
Cultivar la tierra requiere gran esfuerzo. El trabajo del campo es “duro y matado”. Hasta Zenzontepec, uno de los centros de la actividad agrícola y ganadera de la región, no siempre llegaron a tiempo los apoyos para el campo. En esa zona, como en otras, la tierra está en riesgo de quedarse sin campesinos. No es un fenómeno exclusivo de México. Si los vaticinios de los economistas se cumplen, en menos de un siglo dejarán de existir los campesinos, según John Berger. Cuando llegamos al tema de la pandemia del Covid-19, don Salomón dice que no afectó de gravedad a Rancho Nuevo y pueblos aledaños debido a su aislamiento. Su comunidad tuvo acceso tardío a la vacuna y algunos rechazaron inmunizarse debido a creencias ancestrales.
En algún momento de la conversación, don Salomón se asoma a uno de los precipicios. Pareciera ver al mundo ensancharse en el caos. Observa cómo las nubes bajan del cielo y copan los árboles de una de las montañas vecinas. Para él lo que está en riesgo no es sólo la existencia de los campesinos, sino de la humanidad. En esas espesuras, “yo sólo espero la muerte”, dice. Pase lo que pase, su legado ético es inmenso.
De regreso a Bajos de Chila, la música acompaña el silencio de los árboles. Preguntas que no hice encuentran respuesta en el murmullo del agua. Por el celular escucho la voz de Milán, que interpreta un corrido haciendo segunda a su abuelo. Es una noche cálida. Retornan las imágenes a mi cabeza: Juan Luis canta y toca el violín con el sentimiento de los hombres grandes de su pueblo. Adela sonríe, abre sus ojos grandes y enseña sus dientes blancos a la noche. En la sombra, Cristina, su madre, mueve los hilos de la orquesta para que la barbacoa vaya respirando el olor de la hoja de aguacate.