¿TRANSFORMACIONES Y HORIZONTES? / 307
El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Mora y Javier Campos en junio de este año recrudeció las condiciones de por sí extremas en las que se encuentran las comunidades de la Sierra Tarahumara, pero en realidad las de todo el país.
No es solamente lo horrendo de los asesinatos sino la actitud de impunidad y permisividad que esto supone, al descalificar desde el gobierno incluso a la propia comunidad jesuita cuando se piden esclarecimientos y castigo a los culpables.
Si el asesinato de Samir Flores fue un primer escalón que la sociedad civil mexicana no esperaba, estos asesinatos vinieron a desencadenar avalanchas inesperadas de violencia en todas las regiones: en Chiapas, en Oaxaca, en Guerrero, en Michoacán, pero ahora notablemente en Guanajuato, que luce su joya macabra en Celaya, que resultó ser la ciudad más violenta del mundo con 109 asesinatos por cada 100 mil habitantes, según nota de Swissinfo.ch. Y en innumerables sitios más.
Los desplazados internos crecen desmesuradamente, porque como dice Álvaro Salgado, la gente ya no quiere vivir así, y la pregunta es entonces, con el panorama más grande de violencia, despojo y devastación, qué nos toca reflexionar desde nuestra pequeñez individual y colectiva para alguna vez salir al paso de tanta iniquidad y tanta muerte, de tanto desamparo y orfandad. Y hay muchas respuestas que parecen diminutas, pero que más nos valdrá comenzar a ejercer o por lo menos reflexionar sobre ellas. Aquí una retahíla de frases acumuladas, nada exhaustiva, que no pretende nada salvo que no se nos pasen estas consideraciones surgidas de mucha gente sabia, vieja y joven, de rendijas rurales y urbanas.
Primero que nada, comencemos a creer en nuestra autonomía (como me recordó hace poco Franco Viteri, de la comunidad de Sarayaku en la Amazonia ecuatoriana).
Tener la convicción de resolver por nuestros propios medios lo que más nos importa.
Que dejemos de juzgarnos con los criterios de quienes nos oprimen, como con toda claridad vio Frantz Fanon en su tiempo.
Reconstituirnos como centro único de nuestra experiencia: en qué encrucijadas nos encontramos con cada quién, como personas, como colectivos. Cuál es nuestra historia. “La reconstitución integral de las comunidades”, dice el Congreso Nacional Indígena.
Tenemos que abrir espacios de diálogo y entendimiento en todos los niveles.
Dejar de pensarnos solas, solos, y construir, en toda circunstancia, comunidad, colectivo, convivencia, mutualidad, resonancia, correspondencia.
Como bien pensaba Cortázar que pedía El Principito de Saint-Exupéry, ya no sólo mirarnos en los ojos del otro, de la otra, sino mirar juntos en una misma dirección.
Así, pensar en unirnos para enfrentar, con todo lo dicho y lo que no hemos dicho, lo que venga.
Pero siempre estar preparados para decir que NO. Decir que NO, la potestad de negarnos (anterior al derecho), es nuestra primera libertad, y la tendríamos que reivindicar vez tras vez.
Tenemos que darnos cuenta que sus consultas siempre buscan orillarnos a aceptar SUS proyectos, SUS planes, SUS programas, SU dinero.
Pero todo lo que nos comprometa a sus términos, lo que nos robe el sentido de lo que vivimos, será mejor rechazarlo, no entramparnos en algo que no tiene nuestros tiempos ni nuestra lógica y que nos termina orillando a cuestiones innobles.
Y es que el dinero no nos habla, nos grita, como bien dijo Bob Dylan.
Entonces cómo zafarnos de su lógica. Comenzando desde nuestro centro, desde nuestra casa, recuperar las luces más tempranas de lo que nos puede devolver a un punto en el mundo, a un punto en el día, desde donde nos reconozcamos cada quién. Y ese punto del día son las tareas cotidianas, las talachas, los quehaceres más pequeñitos, los detalles más fulgurantes, que nos exigen, casi en silencio, que los cumplamos.
Cada tarea, cada talacha, cada cuidado (que cada quien sabe, sea hombre o mujer, cuáles son esos detalles que tiene que cumplir) son las minucias mediante las cuales nuestro presente se puede ir salvando (como nos recuerda John Berger) y podemos reivindicarlo, reivindicarnos: poner el agua a calentar, hacer café, lavar los trastes de la noche, barrer el patio y hasta la calle (mi suegra por ejemplo sale a las 5 de la mañana a barrer la calle con sus vecinas, que tienen su club de “escoba-yoga”).
Pero puede ser darle de comer a las gallinas, a los conejos, a la gata Alitas, o el desayuno para la niña o niño que ya se baña para llegar a la escuela. O puede ser salir al monte a rejuntar animales, o traer agua, o leña, o revisar el nivel de los manantiales, entender cómo va la milpa o preparar al bebé para dejarlo encargado para irnos al mal pagado empleo en los campos de labor.
Aún ahí, nuestra posibilidad de autonomía, presente y futura, yace en la noción de ser cada quién desde nuestra experiencia. Somos únicos, únicas, insustituibles. Nadie ha mirado como nosotros. Ése es el fundamento de nuestra autonomía.
Pero ser únicos, únicas, no es sinónimo de estar solos, solas. La gente que piensa que puede entender todo sola, que puede resolver todo sola, comienza a darle cuerda a sus propios miedos, a sus propias sombras. Y como dijera Canetti, la paranoia comienza donde termina el diálogo. Tenemos que escucharnos mutuamente.
Ya lo dijo Emeterio Torres, marakame cantador de San Andrés Cohamiata (Tateikié): “sólo entre todos sabemos todo”.
Mucha gente a lo largo del camino de la historia nos dice que es buen camino construir saber en colectivo. Siempre lo hacemos, es un proceso inescapable, pero ahora es crucial reivindicar esa construcción colectiva abiertamente.
Así tal vez nos podremos zafar de la condescendencia de que “capacitamos o nos capacitan”. Buscar la amistad y el cariño —y no la sumisión y la imposición que siempre son mediaciones, intromisiones.
Decían los sufíes que la mejor relación maestro-alumno es aquella donde no sabemos quién es quién.
Y todo lo anterior es en realidad un universo de interrogantes. Porque no existe la certidumbre de los datos. Éstos nos asoman. Nos cotejan. Pero nuestra mirada sólo abarcará la complejidad cuando pongamos a equilibrar las certezas y el misterio.
Aceptar la incertidumbre. Lo que no sabemos nombrar tal vez nos haga fluir, darle vuelta a las supuestas certezas.
Cómo entonces situarnos. Tal vez recuperando nuestra relación con lo sagrado, con lo innombrable, con nuestra voluntad para dar pasos sobre lo que no conocemos.
En lo concreto requerimos defender nuestras semillas nativas. Negarnos a la privatización de nuestras semillas y que nos quiten la posibilidad (incluso legal) de guardarlas, compartirlas y sobre todo reproducirlas.
No podemos permitir que nos arranquen de nuestros territorios. Tenemos que negarnos a que nos erosionen nuestras estrategias y saberes; negarnos a la deshabilitación que nos imponen. Sacudirnos de la normalización que hace que ya no reconozcamos lo que nos imponen y nos debilitan.
Es cada vez más urgente entonces defender nuestros ámbitos de comunidad: el lenguaje, el agua, las semillas, la partería, la custodia de la vida que viene. Ésas son nuestras luchas inescapables, imprescindibles.
Reivindicar quienes somos implica reconocer nuestra potencialidad en lo que no hemos dicho, lo que nos falta por hacer, como lo ha dicho Clarice Lispector.
La violencia en avalancha busca impedirnos todo esto de golpe, en un manotazo. La violencia es el horror puesto a operar para arrancarnos de nuestro tejido de vida. La violencia trunca todo.
Y en cambio queremos mirar los interminables tejidos de la vida, porque hay tejidos de relaciones en todo lo que hacemos. Para eso tenemos que recuperar la mirada fluida, corpórea, lo puesto en común que configura el horizonte. Rómulo González Rebollar, mazahua viejo, decía: “el horizonte es una orilla que no tiene fin”.
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Parte de este escrito fue presentado en la plenaria final del Cuarto Congreso Latinoamericano de Ecología Política en Quito, Ecuador, en octubre de este año.