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NIÑO JAGUAR

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Mientras yo agonizaba de desesperación y de nerviosismo en el Totonacapan, el sol caminaba pacientemente en lo alto del cielo y no era la primera vez que experimentaba estas emociones. Lo único que deseaba en ese momento era huir y esconderme entre los árboles de bambúes o sentarme debajo de los brazos del pochote para recuperar el aliento. Sin embargo, continué con la rutina laboral y mi corazón latía demasiado rápido cada minuto que pasaba e incluso pensé que de un salto saldría de mi pecho. Afortunadamente logré terminar mis actividades y subí donde rentaba. Intenté dormir, mas no logré conciliar el sueño y horas después comenzó a chillar mi estómago. Me levanté y bajé a un puesto de comida en el camino principal de Las Chacas. Atendía una mujer y le pregunté si aún tenía algo de cenar. Sólo me quedó viendo por unos segundos y al no pronunciar palabra alguna entendí que nuestros ojos se habían hablado en voz alta.

Enseguida los gallos cantaron uno tras otro y anunciaban que pronto sería la medianoche. Ella salió del local y al despedirse me habló en totonaco: “Aykama. Tachali (Ya me voy y hasta mañana)”. “Tlan (Sí)”, le respondí y pensé en acompañarla. Sin embargo, era la primera vez que la veía y decidí quedarme. En ese instante me sentí más solo que nunca y la sensación de soledad era igual de insoportable cuando mi mamá iba a Tamazulápam Mixe sin avisarme. Cerraba con llave la puerta de la casa y me dejaba a la intemperie. Al día siguiente bajé otra vez a buscar de cenar y estaba con su hija. Guardé mi timidez y me atreví a decirle que cuando no tuviera tanto trabajo subiera donde yo me quedaba. Nuevamente sonrió y un viernes por la mañana fue a mi cuarto. Llevaba el cabello recogido y se detuvo junto a la puerta. Con los primeros rayos del sol que filtraban por la rendija de la ventana oxidada su rostro se iluminó de alegría.

Le comenté que por la tarde viajaría a Oaxaca y cuando estaba por llegar a Zacapoaxtla recibí un mensaje: “!Quédate! !No te vayas!”. Cinco días después regresé al pueblo y una madrugada bajé a buscarla. La encontré detrás de una casita hecha de bambúes y estaba sentada sobre una banca. Alrededor de nuestro escondite los grillos y el búho se pusieron a cantar. Así que me incliné lentamente hacia ella para abrazarla y me recibió con un beso. Aquel beso tenía sabor a kuchu’ (aguardiente) y creí que a esa hora nadie nos vería, pero de pronto el viento empezó a corretear a las nubes y apareció la luna con luz prestada. Sentí un poco de miedo al ser descubierto y después aquella mujer me preguntó si siempre me quedaba solo los fines de semana en Las Chacas. Le contesté que sí y recordé que de niño no me gustaba estar donde se encontraba un montón de gente. Cuando eso ocurría con familiares y desconocidos terminaba con muchísimo dolor de cabeza en El Duraznal.

A esa edad no sabía qué es lo que tenían las personas, pero el solo hecho de permanecer un rato con ellos me dejaba siempre sin fuerzas y la única forma de salvarme era volver a casa. Prácticamente llegaba arrastrando los pies y sentía que mi cabeza se partía en mil pedazos. Aun así, todavía escuchaba cómo los pájaros revoloteaban entre las ramas de los árboles buscando donde dormir porque el sol ya se había escondido y hacía un esfuerzo sobrehumano en pensar que la noche traería algo de calma. Tendía el petate en el piso de tierra para acostarme e inmediatamente el sueño me atrapaba. Olvidaba por completo que hacía un rato estaba enfermo y comenzaba a sonar. Caminaba en la cima de los cerros y veía cerquita a la mayoría de las estrellas en el cielo. La caminata nocturna entre el paisaje mixe me ayudaba a recobrar todos mis sentidos y antes de que amaneciera me daba mucha hambre.

Para saciar mi apetito feroz buscaba algo que cazar y me resbalaba. Pero no caía ya que justo en ese instante mis dedos se convertían en garras de un jaguar y quedaba colgado un ratito. Mientras tanto aprovechaba para balancearme y al mirar al fondo del arroyo tenía plena conciencia de que yo era un niño y no un jaguar. También pensaba que si llegaba a caer no sólo podía lastimarme, sino también podría morir. Estos pensamientos hacían que despertara y al quitar la cobija delgada en mi cara veía que mi mamá ya estaba moliendo nixtamal en el metate. Era domingo y me levantaba para ir al albergue. Al día siguiente y en la hora de recreo mis compañeros del grupo jugaban basquetbol con los de sexto. Yo me había puesto un pantalón corto y un par de huaraches y esperaba que terminara el primer tiempo…

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