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CONCORDIA PARA LOS PUEBLOS ORIGINARIOS / 309

En memoria de Miguel Concha Malo, destacado sacerdote dominico, pionero defensor de los derechos humanos en México, siempre lúcido y generoso

Inicia un año de previsible fiebre preelectoral que seguramente calentará aún más las polarizaciones políticas. Los partidos saldrán a la caza del voto en el terreno de las comunidades, que no pocas veces resienten las rachas electorales como factores de división interna que lastiman el sutil y difícil tejido comunitario. El calendario electoral es parte del ciclo comunitario, pero pocas veces se repara en que sobrepone desde fuera (desde los partidos con registro, y con sede en la Ciudad de México) una problemática adicional. Sobre todo cuando practican, en algún grado, el ejercicio autónomo o la comunalidad bajo criterios de tradición propia.

No se ha dicho lo suficiente, por más que desde Chiapas, Michoacán, Oaxaca, Guerrero o la misma CDMX, comunidades y pueblos denuncien la intromisión partidista, cuyas campañas acarrean más problemas que soluciones. Existe una añeja historia de corporativismo de origen cardenista y un arraigado clientelismo de corte priísta que no se va, sólo cambia. Siguen la abundancia de promesas, la mercadotecnia y la propaganda electoral, el reparto de dádivas que fácilmente se entremezclan con las ambiciones de grupos o individuos locales, estatales y nacionales.

Son circunstancias que deben siempre ser consideradas. Del mismo modo que las divisiones religiosas, amparadas en la libertad de cultos pero que, si son conducidas con torpeza, mala fe o contrainsurgencia, dividen familias y pueblos, originan enconos, violencia, expulsiones, tragedias.

No son lo mismo las inconformidades de los opositores digamos “blancos” (cúpulas partidarias, clases medias, cofradías empresariales, cabezas parlantes) que las resistencias del color de la tierra. Nada tienen en común. No podrían ser más distantes. A diferencia de los poderes, las comunidades no comparten intereses económicos ni son socios en las inversiones.

Los gobiernos llamados progresistas de América Latina, en lo que va del siglo XXI, han coincidido en descalificar y satanizar a las organizaciones indígenas y civiles que se oponen a consultas, proyectos, extractivismos o imposiciones agropecuarias. Se les empareja con la “derecha”, los “lacayos de Washington”, los “golpistas”, los “conservadores”. Los colocan injustificadamente junto a las burguesías y su chusma, que quieren verlos fracasar.

La defensa ambiental, de derechos humanos, territorios y patrimonios culturales resultan incómodas, ni modo. Se supone que lo sean. El desarrollismo, siempre de matriz capitalista aunque se vista de nacionalismo popular, choca con las defensorías y resistencias que deberían ubicarse por encima de las militancias partidistas, tan cambiantes, y las creencias religiosas.

Van por delante el logro de acuerdos y su cumplimiento, la práctica legítima de asambleas, la sistemática sanción a las consultas traídas de fuera (por el Estado o las empresas concesionarias), la libre elección de autoridades ejidales, comunales y municipales para que sean su voz verdadera, tanto como la priorización de la justicia interna y la conciliación.

Partidizar a los pueblos, además de que implica una forma de integracionismo al viejo estilo, atiza el riesgo de violencia donde ya existen el narco-paramilitarismo y el poder paralelo de los cárteles en la Tarahumara, la Huichola, la Huasteca, La Montaña y la Sierra de Guerrero, la costa michoacana y la Meseta Purhépecha, los Altos de Chiapas.

La responsabilidad del Estado, las autoridades electorales y los partidos es evitar la división de los pueblos con identidad propia. Sería nuevo que lo hicieran. Que el voto no sea un reclutamiento, un nudo en la garganta, un motivo de enconos y agravios innecesarios.

Miles de comunidades y pueblos del país demandan autogestión, respeto a los contrapesos tradicionales, seguridad propia. Se oponen a las formas, no siempre evidentes, del racismo y la colonización interna. Como siempre, lo que los pueblos originarios merecen es que no los olviden, pero que los dejen ser en paz.

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