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ENTRAÑAS DE LA NEBLINA

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Todas las mañanas hacía muchísimo frío en Tamazulápam Mixe y era más intenso en los meses de diciembre, enero, febrero y marzo. Y como no tenía chamarra ni sudadera, pues trataba de esconder mis brazos debajo del gabán negro que mi tía Irene me había regalado. Sin embargo, mis cachetes no se escapaban de la furia del invierno; terminaban quemados y con el paso de los días se agrietaban. Además, el único par de huaraches que usaba tampoco mantenían tibios mis pies. Generalmente, este pueblo permanecía atrapado en las entrañas de la neblina y entonces no era nada nuevo que hubiera poca visibilidad el día en que estaban jugando los alumnos en la cancha de la escuela primaria Generación Futura. Antes de salir a la hora de recreo, el profesor Alfredo me había amenazado en golpearme con una regla en la palma de mis manos si no participaba en el juego. Entré en el segundo tiempo.

En un abrir y cerrar de ojos la neblina se levantó. Parecía que alguien le había indicado para que fuera a cobijar la cima del cerro de Zempoaltépetl y de pronto sentí como si tuviera cientos de puntiagudas púas de un puerco espín en todo mi cuerpo. En realidad, eran las miradas de mis compañeros que me lastimaban y cada vez que los profesores organizaban eventos deportivos me escapaba. Cuatro décadas después fui a trabajar a Las Chacas en Totonacapan y el clima en esta región es totalmente distinto al que viví en mi niñez. La mujer del beso con sabor a aguardiente me contó que había tomado tal bebida porque estaba triste y estaba totalmente convencida de que así olvidaría lo inolvidable. Bajé nuevamente al escondite y estaba nervioso. “¡Tú no eres valiente! ¡Eres un miedoso!”, dijo cuando llegué. No respondí y sólo la abracé.

Era verdad lo que decía; tenía miedo de todo y más cuando las ramas del pochote eran sacudidos. Entonces caían gotas gruesas de lluvia sobre el techado de lámina y me aferrarraba a los brazos de ella. No quería soltarla y tampoco que me soltara. Me sentía como un niño que no quiere dejar a su mamá y en ese momento me sentía más triste que ella al brotar recuerdos del pasado lejano. Aun así “hicimos el amor en medio de la tristeza”, como decía Charles Bukowski en La máquina de follar, y advertí que ya eran a las cuatro de la mañana. Salí entre los árboles de bambúes y del imponente pochote. Caminé unos metros en la vereda hasta llegar al camino principal y me sumergí en medio de la selva. Justo en ese tramo apareció un tlacuache y el búho no dejaba de cantar. A esa hora de la madrugada la gente dormía y algunos perros comenzaron a ladrar al percibir mis pasos.

Dormí unas cuantas horas y desperté cuando el sol con sus ojos brillantes se asomó por la ventana. Luego escuché pasos en las escalinatas y de manera repentina alzaron la cortina rota que colgaba en la puerta. Era ella y me preguntó: “¿Qué haces?”. No supe qué decir y se sentó en la orilla del colchón. Me levanté y al acercarme olía a gardenia. No sólo quedé embriagado con el aroma de la flor, sino que mi cuarto quedó totalmente perfumado. Minutos después bajé a su casa para pedirle que preparara algo de almorzar. “Está bien, pero te esperas un ratito”, respondió. Almorcé tamal pinto y una taza de café. Al despedirme quise abrazarla. Sin embargo, no pude porque al otro lado de la cortina que divide la cocina y la sala alguien estaba sentado. Salí corriendo y volví a acostarme en aquella cama que semanas atrás había amarrado con alambre recocido una de las patas de la base.

Más tarde recibí un mensaje que decía: “Ya metí una cubeta de agua en el baño. Me bañaré rápido. Te apuras y nos vemos en la desviación para ir a pasear a Zozocolco de Hidalgo”. “Está bien”, respondí. Al llegar a donde habíamos quedado ella no estaba y decidí ir a comer a Huehuetla. Después de saciar mi apetito, abordé un taxi de regreso y esta vez estaba ya esperándome. “Ya es tarde y aún no pasa ningún carro”, dijo al verme. Viajamos alrededor de una hora para llegar a aquel pueblo mágico y en donde cada año se realiza el Festival Internacional de Globos. Hacía calor esa tarde y buscamos un lugar donde tomar xaxun (cerveza). Regresamos ya en la noche y en el atrio de la iglesia se escuchaba música de huapango…

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Juventino Santiago Jiménez, narrador ayuuk originario de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.

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