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LA MEMORIA DE LOS MACHETES DE LA GUERRA

HERMANN BELLINGHAUSEN

Es de noche a finales de 2022. Una media luna cuelga sobre nosotros. En el patio de su solar se junta la familia a platicar con los visitantes. En torno a una hoguera, dos bancos de tabla y dos troncos como taburetes forman un círculo. Sentados muy formales y hospitalarios están Javier, Magda y su prole de hijas, hijos, un nieto. Enseguida se suma Anselmo, veterano miliciano zapatista, padre y vecino de Javier.

Javier recuesta sobre un par de leños a sus pies un machete corto y puntiagudo, casi cuchillo o espadín.

–Si este machete contara todo lo que ha visto. Era de mi papá cuando empezó la guerra.

Anselmo, con su gorra beisbolera, asiente dando un breve suspiro en tseltal. Ríe como el que asoma a un pozo de memorias inagotables.

Jonás, el chiquillo, bisnieto de Anselmo, todavía da señas de muda actividad. A pocos pasos se encuentran las dos barras de palo entre estacas que le sirven de andadera para que se enseñe a caminar. En brazos de la joven Nely, es un zapatista de cuarta generación que no tarda en dormirse en el mar lácteo de su madre.

La noche del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional Javier tenía 10 años, Anselmo unos 30 y era miliciano; habla poco, y la mitad en tseltal, pero deja claro que le tocó permanecer en la retaguardia al cuidado de mujeres, ancianos y menores, y no participó directamente en los combates en la ciudad de Ocosingo los primeros días de enero de 1994, donde sí perdió un su hermanito.

–El hermanito llevó su machete como éste pero no tuvo la suerte y no regresó —refiere Javier—. Otros compas sí, y contaban cómo estaban metidos atrás de unos costales en una zanja cuando llegaron los ejércitos. Lo veían las piernas de los soldados, les soltaban un machetazo, se caían y ellos rápido les sacaban su arma.

Como parte de la conversación, Magda corta astillas de un trozo de ocote con el mismo viejo machete de tanto uso y tantas afiladas. Alguien dice que también sirve para desgranar elotes. Ríen.

Las tierras donde se asienta esta comunidad autónoma fueron parte de una gran finca ganadera hasta 1993. El dueño, de Ocosingo, ya nunca volvió. Quedaron sus vacas y las tierras, muy maltratadas.

–Puro potrero —rememora Magda soñadoramente.

Por ya tres décadas las tierras recuperadas han servido mejor para milpa, acahual, plantíos de verduras, platanares. Unas cuantas quedaron de potrero. Aquí hay mucho menos vacas que entonces, y pocos caballos, el potrero es chico. Cuentan con varios manantiales limpios en el cerro.

Javier era niño esa noche y recuerda su miedo:

–Sólo vimos cómo se iban los compas a la guerra. Nos fuimos al resguardo de la montaña. En una cueva nos metimos, hacía mucho frío. Mi papá fue de los que nos cuidaron en la montaña. Ya de antes de ese día nos dió miedo a los chiquillos cuando empezaron a pasar soldados, buscando a los guerrilleros que habían sorprendido en mayo por la sierra de Corralchén. Salió en las noticias. Iban los soldados por todas las cañadas y parecía que iban a meterse a las casas. Después de la guerra fue distinto, teníamos nuestro ejército para defendernos, y ya no nos daba el mismo miedo cuando patrullaban. No obstante, Javier reconoce que también fue muy traumática la ocupación militar en febrero de 1995 con la “traición de Zedillo”. Otra vez se refugiaron en la montaña, pero esta vez tenían con ellos su propio ejército, como hasta ahora.

Añade que desde semanas antes todos sabían que se venía el levantamiento. Empezaron a tomar fiado del finquero mucha carne, que la vendía o fiaba a campesinos y peones para luego obligarlos a pagar, muy cabrón. Pero ya la gente sabía de la guerra y que no iban a necesitar pagarle. Siguen risas y comentarios chispeantes en su lengua.

–Cuando empezó la guerra habíamos comido mucha carne —comenta Javier jovialmente, como travesura. Los recuerdos de esos días y noches que hoy son parte de la historia de México lo llevan a las noticias que trajeron los compas combatientes en los días posteriores, las historias épicas o trágicas que resonarían en las montañas, los valles y las cañadas en los meses y años por venir.

–Dos compas que eran de Altamirano se perdieron al regreso de la toma de San Cristóbal y fueron a salir por Chanal. Nada más lo llevaban su machete. Encontraron unas personas y les preguntaron el camino para su comunidad y que les dicen sí, orita los guiamos, y dos comenzaron a caminar con ellos en la noche. Los compas venían en su informe de milicianos y las personas lo vieron. Los compas se confiaron, los llevaron más lejos, y de repente una de las personas le da con el machete por atrás en el cuello a uno de los compas y le corta la cabeza. Así le quedó, colgando para adelante. El otro compa ve que los están atacando y se defiende con su machete, mata a uno de sus acompañantes, pero el otro se le va a machetazos, le corta un brazo. El compa se echa a correr con el brazo colgando. Al fin lo topa su pelotón que los andaba buscando. Ya se lo llevaron y pudo curarse del brazo, quedó manco pero vivo, pues.

Este relato sangriento abre el abanico de la conversación a los cuentos, los sueños y las historias de aparecidos, donde participan también los hijos de Javier. Invocan al Sombrerón, que se presenta de distintas maneras. A veces chifla a los caballos, los lleva al cerro, les hace trenza y los deja regresar. La trenza le da más vida al animal, no la puede deshacer uno.

También cuentan de la Señora Cortada, con su pierna mochada, que se sienta en un tronco parado así como los que ocupamos esta noche. Y que el Sombrerón si te lleva, te pone la ropa al revés para que puedas volver.

–Una niña toda greñuda se apareció aquí en el patio. Sólo la vio mi mamá. Pasó aquí nomás por todo el patio, gritando, y hasta Canela (la simpática perrita coja que ahora dormita por ahí) siguió sus huellas —relata Javier.

Nely delata entonces el tipo de pesadillas que le dan a su hermano adolescente Antonio, que a su lado ríe con timidez.

–Una noche se levantó sonámbulo repitiendo: “Los tacos del tío son de persona, los tacos del tío son de persona”. El recuerdo es hilarante para todos, menos Antonio, que sonríe deseando que se lo trague la tierra.

* * *

Tal fue el cuadro familiar que presencié y escuché, tuve la suerte, en algún lugar de la Selva Lacandona pocas noches antes del 29 aniversario del levantamiento zapatista que sacudiera a estos pueblos en 1994. Al fondo, en un muro de la casa de madera limpiamente pintada de verde hay una estrella roja y se lee en letras grandes “E.Z.L.N.” En las diversas comunidades rebeldes, se siente y se ve la impronta viva de los zapatistas, identificables por los letreros a sus orillas o los murales en algunas casas, regularmente de madera y en buen estado, aunque contrastan con las construcciones de material que en su mayoría pertenecen a las familias que aceptan los programas del gobierno. En la comunidad de Javier dicha diferencia resulta menos evidente, a diferencia de otras partes de la vasta región indígena de Chiapas donde se vive en autonomía rebelde.

En Los Altos y otras partes de la selva, la desigualdad se manifiesta mucho más marcadamente, sobre todo en San Juan Chamula, Chenalhó y Las Margaritas, donde los negocios ilegales y los apoyos oficiales han creado una especie de clase media o hasta burguesía indígena a lo largo de las recientes décadas de persistentes políticas de contrainsurgencia política y económica. Javier tiene claro que implica un esfuerzo adicional vivir la autonomía y ser zapatista. Pero vale la pena. Él y su familia no están solos. Viven en condiciones dignas, incluso con lugar para detalles de buen gusto y savoir vivre, donde caben la hospitalidad y la alegría. Haberse atrevido a levantarse contra todas la posibilidades, tomar las tierras de su tierra originaria, defenderlas y trabajarlas para sostener la autonomía todos estos años, llena de orgullo a Javier.

Lo que todavía no sabe, o no revela, es si en su Caracol habrá fiesta o asamblea en Año Nuevo. Al menos eso dice, ya ven que los zapatistas siempre andan de misteriosos.

https://desinformemonos.org/la-memoria-de-los-machetes-de-la-guerra/

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