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HABLANDO CON LOS GRANOS DE MAÍZ

BENITO RAMÍREZ CRUZ

Con principio a los usos y costumbres que rigen en el pueblo de Tamazulápam Mixe, herencias de los antepasados, creencias autóctonas, que aún se resisten a ser conquistados por la época moderna, la vida cotidiana de los habitantes del lugar siempre está acompañada por los Granos de Maíz que hablan y encaminan con presagios los viajes a otras tierras lejanas. Antes de iniciar un nuevo ciclo lunar o antes del primer mes del año, cada persona o familia consulta al “adivino” para que les lea la ventura en la salud, trabajos y otras necesidades importantes en la vida diaria.

Unas veces me encontraba sentado en una piedra debajo de un aguacatal recargando la espalda en el tronco. Veía caer las hojas caducas, veía que las hojas secas se convertían en hojarasca ante mi vista, las hojas verdes daban señales de buena esperanza con sus movimientos, imaginaba qué habrá más allá detrás de las hojas y de las líneas montañosas y con pensamiento aislado al firmamento nocturno percibía la cercanía del fantasma envuelto en el centro de la noche y del patio de la casa de adobe. Presenciaba a las personas místicas transformándose en animales y a los brujos ocultando supersticiones en el aire. Quieto como una piedra detenía la respiración por unos cuantos segundos, desconcertado escuchaba voces insistentes que sucumbían los oídos e irrumpían mi sangre, me llamaban y gritaban detrás de los cerros sagrados, imaginaba que hablaban las olas de los océanos lejanas y que han dado alas en busca de nubes exóticas e inéditos senderos.

Manuel, “mi guía y mi padre”, creció con las usanzas ceremoniales, las energías que recorren su cuerpo son las savias de las nubes mixes, su fuerza son los ritos sagrados ancestrales y de los dioses que se encuentran en los manantiales, cuevas, piedras y cerros altos. Aprendió a convivir con el aire oscuro y a hablar con la lumbre, las enseñanzas y sabidurías retratan sus vivencias del día y de la noche, expresiones revelan que al correr en medio de polvos remotas y de ventoleras tibias siempre habrá tropiezos, caídas, zancadas dolorosas, caminos confusos y ecos del sol quemante. Él insistía en reforzar sus proverbios, dichos que fueron heredados por los abuelos Policarpo y Josefa. Ellos decían que, para soltar los cerros divinos, apartarse del nahual “tsö’ök y de la diosa del pueblo, se tendría que invocar a los sitios sagrados, llevar a cabo las ceremonias y ofrendas, implorar el consentimiento del aire y de la oscuridad, incluso a los difuntos que han quedado detenidos y perecidos en sus viajes distantes.

Recitaba Manuel, antes de la llegada del alba, “deberás ir a la casa de la abuela Victoria Juan, persona que hace predicciones por iluminación de los cerros y aires místicas. ¡Ella leerá las señales del Grano de Maíz y guiará tu camino a parajes desconocidos, hablará e intercederá con los espíritus y animales salvajes del desierto, te hará inmune a los hechizos que puedan cruzarse en tu camino!”.

En la madrugada siguiente opté los dictados de Manuel “mi guía”. Amanecía con los cantos de pájaros que encaminaban al sol, desperté, estiré el cuerpo que aún estaba en el petate abrazado con las cobijas en harapos, las rodillas se hincaron, los pies buscaban los huaraches de oruga para comenzar el camino hasta llegar a presentarme ante la abuela Victoria Juan, quien vivía en las abruptas montañas de los Cerros en un hogar humilde y modesto. Se decía que los animales y personas que deseaban conocer la lectura de su futuro mudaban sus almas hasta la choza de la abuela, los visitantes sabían que aventurarse en las brechas, veredas y aires terminaba en la presencia de la adivinación.

Durante la travesía hacia la choza vi aparecer los primeros claros del día, las primeras sombras. Escuché las pisadas de los animales de humo que corrían exaltados, se veían siluetas en medio de las milpas que balbuceaban con el aire, parecían animales que volaban en la punta de las espigas del maizal. El vientecillo gélido agitaba el sombrero del espantapájaros que ojeaba con asombro mis pasos. Disminuí la intensidad de mis pasos largos, las pisadas quedaron calladas para escuchar el tronido de pies descalzos que ahuecaban los esqueletos. Los esqueletos seguían y seguían los olores densos de mi exhalación. De pronto, un ladrido robusto hace saber mi presencia, un perro negro con el hocico lleno de saliva en señal de ira y enojo. Me hizo sentir escalofríos, miedo al destino, miedo al vacío, un viento helado invadía mi cuerpo, la piel endurecía. Después del sobresalto aparecía la abuela Victoria Juan, quien esperaba en el centro del patio. Conocía de mi venida, la lumbre había confesado y cantado, el pájaro gritón chillaba con intensidad en el aguacatal dando pie de mi llegada.

Impaciente miré de un lado a otro, resalté la cabellera blanca de la abuela que simulaban las espigas del maíz, su falda como una gran montaña de veneración, esplendorosa y floreciente. En esos segundos quedé entumido sin habla ni seña, sesgado me observa de arriba hacia abajo, de los pies hasta la cabeza. Precavido de sus entrañas arroja una voz gruesa y ronca dejando caer las palabras, me ofrece entrar en su humilde choza. Respondí con una sacudida de afirmación, caminé lento hacia ella, entré a la choza que estaba tiznada de humo con un olor a encino quemado, me senté en una banca vieja de tronco mientras ella acomodaba un petate en el piso de tierra. A su costado derecho enciende el incienso de copal que humea en toda la choza nublando mis ojos, encima del petate extiende un rebozo blanco tejido con los colores del arcoíris. Habla en silencio pidiendo el consentimiento a las constelaciones que se han impregnado en dicha prenda, de un baúl de madera sustrae un pequeño morral. En él guarda la claridad de la vida, “cuatro granos de maíz pinto, trece granos de maíz blanco”, un tesoro natural de los dioses que dan lectura a las predicciones.

La abuela se adelanta, suelta el amanecer en su viaje a la boca del cielo, los cantos de las aves retumban la pequeña choza, la lumbre vocea y aclama los horóscopos del aire mixe, calmoso siente la llegada de los llamados y sus facciones cambian de apariencia. Parecido al trance de un espíritu, hipnotizada coloca las piernas huesudas en cuclillas, alza la vista, mira fijamente mi rostro, los ojos seducidos se clavan en los míos como si fuese un espejo. Me pregunta, “¿por qué vienes aquí y que deseas conocer?”. Respondo con expresión dudoso y temor, “voy a viajar a Estados Unidos, cruzar la frontera, deseo que lea y me guíe los granos de maíz, deseo conocer qué vendrá durante mi travesía en el desierto”. Ella apaga sus ojos que parecían un eclipse solar, como si detuviera y ajustara el tiempo. Callada, se agacha mostrando la curvatura de su espalda, sobre el rebozo coloca los granos de maíz pinto que ondean la orientación de los cerros, avienta los granos de maíz blanco que saltan y chocan del uno y del otro, caen alineados, quedan estáticos aparentando las estrellas de la noche, sus ojos se mueven, sus dedos señalan cada movimiento del grano, habla en silencio apretando sus labios.

La abuela Victoria Juan observa detenidamente mi semblante, termina de leer las indicaciones de los granos de maíz, en ese mismo instante sus pensamientos llegan a mis oídos, ¡de sus labios agrietados sueltan las predicciones! “Este grano de maíz te representa y será tu faro de orientación, señala que ‘cruzarás y llegarás a tu destino’, han hablado que no perderán de vista tu viaje, enviarán mensajes en el tiempo exacto, sólo que deberás suplicar e invocar a los cerros divinos para soportar obstáculos durante el andar al destino elegido”.

En los días posteriores, cumplí las palabras de la abuela, recorrí los lugares sagrados del territorio mixe a ofrecer los rituales y ofrendas, ceremonias y súplicas a los cerros, manantiales, cuevas y el pie de un árbol divino. Hablé con los sitios elegidos pidiendo protección, alejé los hechizos que puedan interponerse en mi andar. Después de haber venerado a los dioses del aire mixe, inicié mi vuelo con energía y mucha fortaleza.

Había comenzado el sueño, me encontraba en el desierto solo y temeroso. Era invierno en el Sur de Arizona y Norte de Sonora, una mañana soleada, despunte de ilusiones, cánticos de pájaros que encabezan el recorrido del calor naciente. De frente, el sol clareaba sin las nubes del cielo mixe ni embrujos misteriosos de nahuales, a lo lejos el suelo refleja charcos de agua azulado evaporando espejismos de humo esponjoso, animales de doble cráneo alzan y desfallecen en el polvoroso andanza, ligeros vientecillos despiertan nubarrones de polen que aceleran estornudos en mi nariz y rostro alargado. Han llamado los Granos de Maíz, era el comienzo de un nuevo sendero a lo desconocido.

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