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POPOCATÉPETL: CON VOZ DE MONTAÑA

SAMA VAGAMONTES

A Samir Flores

El Popo dice no.

La voz viva de una montaña, de un volcán, es tan profunda y sabia como su infinito silencio cantado por el viento sobre laderas desnudas de caminos. Hoy casi nadie escucha. Desde algún inalcanzable cráter alguien podría gritar toda la rabia contenida del mundo, y la erupción de su voz sería tan callada y sorda como el dolido deshielo de un glaciar moribundo; acaso un alud en medio de la nada.

Desde temprano, un hombre sin edad pero lleno de vida abandonó su empobrecida milpa con el objetivo de ir a platicar con el Popocatépetl, luego de que su esposa estuviera soñando con el volcán por varias noches. “Ándale, sube. Llévale tantita agua al Popocatépetl. Dice que vayas a visitarlo...”. Y para ellos un sueño es el discurso más claro de todo el universo, aunque, aparentemente, no conozcan más mundo que sus tierras labradas en medio de un eterno paisaje de montes ancestrales y discretos.

Pero lo extraordinario no es que un volcán pueda hablar, sino el hecho de que, a pesar del ruido en que vivimos, estos tercos campesinos sepan escucharlo, que platiquen con él como con un abuelo, un viejo testigo de la vida en esta tierra; y que al final, toda esta magia, toda esta armonía de personas y montañas, no sirvan de nada. Porque hay estruendos más fuertes y devastadores que las ingenuas, a veces casi cotidianas, explosiones de lava. La modernidad, la energía del desarrollo pueden producir sonidos más escandalosos que el rugido de las entrañas del planeta.

Yendo atrás, para cuando el silencio se hizo palabra estos indios ya sabían dialogar con el Popocatépetl. Sin embargo, en diciembre de 1994 fueron algunos medios de comunicación y los diferentes niveles de gobierno quienes cambiaron la voz del “cerro que humea” (traducción del nombre náhuatl). Hicieron de lo divino una amenaza. Dio inicio una nueva etapa eruptiva y, a partir de ese momento, cada fumarola ha sido anunciada con alboroto como un peligro, incluso se han desalojado comunidades enteras mientras las cámaras de televisión transmiten en vivo apocalípticos escurrimientos de lava. “Esta gente, en su ignorancia, no sabe cuál es el riesgo de vivir en las faldas de un volcán”, pregonan expertos, comentaristas, gobernadores y cualquiera que pueda alzar la voz en el momento preciso. Desde entonces, la más callada lluvia de cenizas puede desatar un ruido mediático que le dé la vuelta al mundo. Pero en los pueblos, desde las milpas, las personas más viejas se ríen y murmuran “el Popocatépetl nunca nos va a hacer daño, a lo mejor somos nosotros quienes lo estamos lastimando...”.

Y ahora, sin su mujer, su milpa, este pequeño hombre camina por una soledad de más de cinco mil metros de altura —la cima alcanza 5 mil 420 metros sobre el nivel del mar—, se mueve por pendientes en las que nieve y firmamento se conjugaron alguna vez creyendo que su amor sería eterno, pero que ahora están habitadas por fantasmas de un pasado incierto, por rocas entre las que se esconden algunos pájaros aventureros. Él canta para que las piedras lo dejen llegar más alto, tararea pequeñas melodías con la esperanza de que el viento las riegue por toda la montaña y eso lo mantenga a salvo. No es un alpinista sino un creyente. Peregrino, camina más con la mente que con los pies. Entona sus baladas desde el corazón porque no conoce otra forma de hablar con cualquier Dios, con la montaña sagrada que, por medio de ineludibles sueños, lo mandó llamar.

Abajo, la mujer que ha acompañado a ese pequeño hombre tanto tiempo permanece en vilo ante un futuro posiblemente caótico. El mismo gobierno que los coloca en refugios temporales cuando llueve ceniza del volcán, el mismo que les advierte de las amenazas de vivir tan cercanos al Popocatépetl, ahora vino a pedirles que vendan su tierra: en realidad ya no hay peligro, dicen, así que una o más empresas extranjeras —contratos multimillonarios de por medio— obtuvieron permisos para instalar ductos de gas justo por debajo de las milpas que están dentro de la supuesta “zona de riesgo” debido a la actividad volcánica. Y esta vez, quienes más guardan silencio son los medios de comunicación. Algunos pobladores han salido a gritar que no cederían sus tierras, pero muy pocos quieren escucharlos y, menos aún, ayudarlos a alzar la voz.

Es un día luminoso y la cumbre está completamente despejada mientras el sol se asoma, tan curioso como cualquier otro, hacia el fondo del cráter. Todos quieren saber qué hay allá adentro, qué corazón extraño puede latir con tanta fuerza. Hace más de veinte años, el Popo era la “montaña” más visitada del país, alpinistas de todos los lugares lo asediaban como hormigas imparables que, con piolet y crampones, mordisqueaban sus glaciares, terrones de azúcar que creían indestructibles, hasta poder escudriñar con la mirada lo más hondo del colosal boquete. Ese abismo tan cercano al cielo que resulta fascinante. Y del cadencioso impacto de los pies sobre la nieve, nacía una armoniosa melodía que algunos todavía recuerdan; antes de que desaparecieran los glaciares. Luego, tras las erupciones, se prohibieron los ascensos; pero no son pocos los que, en aras de lo “extremo”, han intentado, y en no pocas ocasiones conseguido, llegar hasta los labios del cráter; buscan cualquier cosa en la boca del volcán: satisfacer su curiosidad, tomar fotos, ser los “únicos”, tener reconocimiento, vender su historia, ser tan famosos como el mismo Popocatépetl, demostrar su valía, su temeridad. Los naturales de estas tierras tampoco han dejado de peregrinar hasta algún punto en el que puedan pedirle a este monte sagrado, a cambio de ofrendar su cansancio, el agua —cada vez más escasa— para las milpas.

De nuevo el caminante se detiene, agotado tanto por su esfuerzo como por la belleza del paisaje que lo sobrepasa. Consciente de que no está solo, pues seguramente el Popocatépetl ya ha notado su presencia; lo sabe porque puede sentir la armonía de este silencio: su respiración no es tan distinta de la que tiene la montaña. Una vez escuchó que el primer ascenso al cráter lo hicieron los españoles en época de la Conquista, aunque también hay quienes aseguran que los primeros en llegar tan alto fueron indígenas de la región, mucho antes que los soldados europeos. Él, en cambio, está a punto de ser un desarraigado si logran quitarle la tierra y el agua que le dan la vida. Le pide ayuda a este gran cerro para no convertirse en un fantasma sin identidad, “la tierra es tan nuestra como estas piedras son del volcán que las ha arrojado al mundo para que platiquen con quienes sean capaces de soñar”.

La modernidad tiene que llegar haciendo ruido, de manera que quienes estén en contra de ella terminen sucumbiendo ante el estruendo. Retrógradas. Allí donde los campesinos sólo saben producir alimentos, los empresarios han visto la posibilidad de producir dinero, energía. Así que, además del gasoducto, que atraviesa la “zona de riesgo” del segundo volcán más activo del país, van a construir dos centrales termoeléctricas que se alimentarán del agua que también nace en esa montaña. No lo dicen, pero la tierra nunca ha sido de quienes la trabajan sino de quienes la compran. “La tierra no es de nadie, todos somos la tierra”, es una armonía utópica.

El sol ya ha desescalado la montaña hacia el poniente. Y él aún marcha lento hacia arriba, de repente no sabe si ya se ha convertido en una roca más, tal vez el volcán lo vomitó hace miles de años y ahora quiere volver al punto donde inició todo. Está a sólo unos pasos de la cumbre. Prepara su ofrenda: días antes, fue a la volcana Iztaccíhuatl y llenó su calabazo con agua de una cascada. De rodillas sobre la Punta de Anáhuac, en el labio superior del cráter, verterá el agua que —a través de sueños— le mandó pedir el Popo. Tan callada como hermosa, desnuda, la luna llena ha nacido sobre la bóveda celeste antes de que el sol muera por completo. ¿Qué pasará mañana? Aunque el Popo diga no, aunque también esté en contra del proyecto, ¿cómo harán para convencer a las autoridades, cómo renunciarán al dinero que ofrecen las empresas, cómo lucharán contra el ejército y los policías que custodian la obra? Quizás el silencio de la montaña o el estruendo del cráter puedan responder. Paciente, ha decidido dormir encaramado a una roca mientras el viento no sople demasiado fuerte.

Abajo, desde una milpa, armoniosos grillos dedican serenatas a las estrellas. Doña Rosa, la mujer que sueña con los volcanes, espera que su marido regrese pronto. Tal vez al cerrar los ojos y despejar su mente, el Popocatépetl platique con ella. Aunque el tiempo y el silencio son eternos, le preocupa que mañana podrían llegar las máquinas, rodeadas de policías, a perforar la tierra. El plenilunio alumbra con claridad la señorial figura del volcán que, como si gritara desesperado una arenga que nadie escucha, arroja sobre la noche un chorro de lava que decora todos sus flancos. Un acto de violencia ingenua, quizás el motivo ideal para desalojar comunidades.

Epílogo. Entre 2010 y 2011, el gobierno mexicano autorizó el Proyecto Integral Morelos, que contempla la construcción de dos centrales termoeléctricas, un acueducto, y un gasoducto de más de 160 km de longitud que atravesará los estados de Tlaxcala, Puebla y Morelos. Desde hace 13 años, los pobladores de las comunidades cercanas al Popocatépetl mantienen una lucha contra la instalación del gasoducto, con base en advertencias realizadas por el Instituto de Geofísica de la UNAM y del Centro Universitario de Prevención de Desastres Regionales (Cupreder), en el sentido de que el trazo de la obra se ubica en zona de riesgo eruptivo.

La obra, subsidiada en parte con dinero público, tendrá un costo estimado de 439.7 mdd, según datos oficiales publicados por la Comisión Federal de Electricidad (CFE), y está a cargo de las empresas españolas Elecnor y Enagas, así como de la italiana Bonatti.

CFE: http://bit.ly/23jNET5

Derechos humanos: http://bit.ly/2522UWp

Publicado originalmente por la revista Istmos, 2016.

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