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AL CRUZAR EL RÍO

ELIZABETH BRUNETE

Una mañana, mientras limpiaba maíz para hacer mis tortillas, recuerdo que llegó mi comadre sólo para contarme que de nuevo mi marido estaba tomando con don José. Como era de esperarse me enfadé mucho, pues había dicho que sólo iba a pagar unas deudas y regresaría para que fuéramos al centro a comprar las cosas para la fiesta de nuestra patroncita. Me enfurecí tanto que me apuré a terminar mis quehaceres para que una vez que llegara tuviera tiempo para reclamarle. Veía cómo la tarde caía y él nomás no regresaba. Yo estaba que me llevaba la tostada. Entonces me puse a hacer la cena para que al menos para cuando llegara estuviera calientita. Terminé de cocinar, cené sola y no se aparecía el condenado.

Entonces comencé a preocuparme. Recuerdo que tenía la intención de tomar mi rebozo e irlo a buscar, pero también pensaba que tal vez ya estaba en camino. Pasaba el tiempo y yo sólo estaba pegada a la puerta para ver a qué hora se aparecía por el camino. Esperé y esperé, pero no llegaba, entonces me di por vencida y me fui a acostar con la esperanza de que llegara lo antes posible. No quise apagar la vela para que él pudiera ver cuando entrara. Pronto cerré los ojos y me quedé profundamente dormida.

Luego comenzaron a ladrar muy fuerte los perros. Me levanté cuando escuché cómo la Chita intentaba morder a alguien. En tan sólo un instante me levanté pensando que era el Santiago. Ya lo estaba maldiciendo cuando abrí la puerta y el camino estaba solo, tan oscuro que me dio miedo. Entré y volví a cerrar la puerta. Pronto comenzaron a ladrar los perros de nuevo, tan enojados que me estaba asustando por él, tal vez lo podían morder.

De pronto la escuché, su lamento tan fino y ensordecedor que apenas pude respirar. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo, como cuando te avientan una cubeta de agua fría en la espalda. Me quedé quieta, era evidente que estaba pasando por el camino. No podría describir con certeza su lamento, era tan extraño que sólo de pensarlo me da un retorcijón en el estómago. Sonaba como un perro de esos que aúllan con gran desesperación, pero al final te abrazaba el sonido con un lamento endemoniado.

El mismo sonido te desgarraba los oídos. Intenté santiguarme, pero mis manos y todo mi cuerpo estaba temblando. Recuerdo que por un momento me atrapó, me ensordeció y me olvidé de todo lo demás, sólo la escuchaba a ella. Al parecer la habían alejado los perros, ya no la escuchaba. Me quedé en silencio cuando escuché cómo entró mi marido, pálido, pálido, como si estuviera cerca de la muerte.

Se acercó a mí, aún con la respiración entrecortada, su cuerpo frío temblaba en mis brazos. A ninguno de los dos nos salían palabras, pero podía sentir lo aterrado que estaba. Me alejé un poco de él para tomar aire. Entonces vi que tenía su guaparra desenvainada en una de sus manos, traía su camisa media desabrochada, pero lo que sí me sorprendió fue cómo la borrachera se le fue.

En cuanto pudo hablar me dijo que ya de camino a casa, venía pensando qué excusa poner: nomás eso me faltaba, le dije. Me contestó que esperara a que terminara de contarme. Así que guardé silencio y lo escuché. Cuando me comenzó a contar, le miré los brazos, sus vellitos se le ponía chinitos, chinitos. Dice que antes de cruzar el río, escuchó que alguien lo seguía, pensó que era uno de sus enemigos así que sacó su guaparra y le empezó a decir barbaridades. Al ver que nadie le contestaba siguió caminando.

Dice que se apuró, que una o dos veces se tropezó con las piedras, pero ya cuando estaba cruzando en el agua, la vio a lo lejos. Estaba ahí parada con su cabello largo, que le cubría la cara, nomás dice que su vestido blanco deslumbraba entre la oscuridad. No quiso ni siquiera verla, escuchó cómo se lamentaba y se quedó inmóvil por unos minutos. Hasta que pasó muy cerca de él, fue ahí cuando reaccionó. El pobre ni siquiera sabe cómo llegó. Y sólo por eso, desde ese día, el Santiago llega temprano a la casa.

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