LA ESPINA (OJOS QUE NO VEN...) — ojarasca Ojarasca
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LA ESPINA (OJOS QUE NO VEN...)

LAMBERTO ROQUE HERNÁNDEZ

No me siento del todo bien. Es miércoles y ya tiene rato que este día se viene sintiendo flojo. ¿O seré yo? Con el pretexto de que es media semana. A lo mejor me pasa porque de por sí este día es lento. Los clientes escasean. Ya de por sí la pandemia nos dejó bien jodidos, pues hay que pensarle en lo que uno se quiere gastar la plata. A veces un polvo no es prioridad. Es mitad de semana. La ciudad se siente lenta. Mi cuerpo. Mis pensamientos. El calor se calma. De repente hace aire. Se nubla, y por algo que hasta ahorita no alcanzo a entender, o no quiero aceptar, también a mí me cuesta trabajo salir a darle batalla a la vida. Para acabarla de fregar, estoy en mis días de guardar. Se me está desgranando el vientre como si fuera una mazorca de esas de maíz morado. No tengo paciencia y todo me fastidia. Hasta el cantar de los pajaritos que se acomodan en las ramas de la buganvilia que se enredan afuera de mi ventana me choca. He amanecido con un humor de la chingada. Hasta parece que el alma, mis sentimientos y la vida que he llevado me están pasando factura.

Aunque trato de disfrazar lo que siento, otra vez reviví pensando en ese cabrón. Pinche Rey. Es él quien desde que ya no está me hace los días así. Hoy escogí miércoles, quizás porque no quiero aceptar que todos los demás días son lo mismo. La misma calle. La misma cuadra. Los mismos hijos de puta extorsionándome. El mismo miedo a un levantón.

Como sea, me voy a arreglar y de paso voy a ir a la iglesia. Espero que por lo menos los santos y las vírgenes no estén en reposo en este día tan chinguiñoso.

Cuando Silvia entró a la iglesia, notó la presencia de la mujer de siempre. Estaba, como de costumbre, arrodillada frente a uno de los nichos. Adentro, encerrada, estaba una virgen. La más vieja del lugar, igual que ella. La mujer que rezaba, en mixteco supuso Silvia juzgando por la vestimenta, de repente manoteaba y levantaba la voz como haciendo reclamos. Se abrazaba a ella misma y lloraba. Frotaba sus manos. Cantaba en su lengua y se daba golpes leves en su pecho diminuto y viejo. Silvia ya se sabía de memoria casi todas las gesticulaciones y rutinas de la mujer. Por cosas del destino o de horarios, las dos eran de encontrarse en ese lugar. La casa de santos viejísimos, vírgenes sin ojos algunas, y de ángeles de ojos color del cielo, desplumados ya sin poder hacer el milagro de la levitación. Tristes por haberse quedado en tierras de indios que ya no los ocupaban. Los cuernos de chivo rifaban y cuidaban mejor.

A esas horas acostumbradas de la vida, y en miércoles tedioso, las dos mujeres se encontraban ahí, sin hablarse. Sin llevarse, eran cómplices de algo que las ataba a sus esoterismos propios. Compinches en esos tiempos duros, sin compartir lo que rasgaba sus almas. Sin embargo, aunque las dos pretendían no conocerse, se sentían. Se miraban de reojo desde que Silvia entraba. Hasta parecía que la abuela la esperaba para así recitar sus plegarias con más fuerza. Con más pasión. Cargadas de dolor y remojadas por sus llantos de vieja. Y Silvia entraba contoneándose para provocar un estruendo en la gran nave de dios. Moviendo sus caderas a su manera de todos los días. Del tamaño del sueño de cualquier mortal. Hasta parecía que la provocaba.

La abuela terminó sus letanías, y al disponerse a salir se detuvo a un costado de Silvia que cabizbaja oraba, y pausadamente le dijo en un español bien practicado: “Muchacha, yo te reconozco sin verte. Ya sé que vienes a rezar el mismo día que yo. A la misma hora. Cuando entras, oigo tus pisadas con esos taconsotes tan altos, tu caminar dice que estás cargando una pena muy grande sobre tus hombros, muchacha. Dame tu mano, déjame ver donde tienes clavada una espina que tanto te está lastimando. Ni sabes que te distingo desde que vienes entrando. Tienes una sombra muy chula”.

–¿Está bien, doñita?... ¿Cómo se llama? —le preguntó Silvia.

–Me llamo Refugio, yo estoy bien, tú no —dijo la anciana tocándose el pecho al mismo tiempo que le clavaba su mirada completamente nublada.

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LAMBERTO ROQUE HERNÁNDEZ originario de San Martín Tilcajete, Oaxaca, educador, narrador y artista plástico, colabora frecuentemente en Ojarasca. Radica en Oakland, California. Recientemente publicó Almas en pena (Page Publishing, 2023). También es autor de Cartas a Crispina.

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