EL PÁJARO REGAÑÓN
Transcurría el mes de agosto de 2016 cuando llegué a trabajar a la Universidad Intercultural y desde el primer día me hospedé en el hotel La Esperanza de Las Chacas. Los dos años anteriores había permanecido en Xalapa, Veracruz, porque allá se encontraba mi director de tesis y estaba por terminar mis estudios de posgrado en el área de Lingüística. El tiempo pasó tan rápido que ni siquiera percibí que la Tierra completó siete vueltas más alrededor del Sol y a mediados de febrero de 2022 conocí a la mujer del beso con sabor a kuchu’ (aguardiente) la tarde en que bajé a buscar algo de cenar a la calle principal del pueblo. Previo a este encuentro, había sentido en mi garganta como si alguien hubiese estado asfixiándome, pero en realidad no se trataba de ninguna persona, sino que era una de las batallas más insoportables que enfrentaba todos los días: la desesperación, y momentáneamente había escapado.
Esta sensación era parecida a la que experimenté la noche del 31 de octubre de 2018 cuando verdaderamente me estaba ahogando al comer un pedazo de tortilla en el cubículo que me habían asignado. Alrededor de un minuto estuve con la boca abierta e intentaba de manera desesperada inhalar aire y esos segundos significaron para mí una eternidad porque yo no volvía. Aun así, recordé que cuando me encontraba al límite de la desesperación mis pensamientos eran inundados con la idea del suicidio. Sin embargo, en aquel instante le tuve miedo a la muerte; no quería que mi vida terminara en el piso. Por lo tanto, alcé mis brazos para que alguien me auxiliara y una compañera se acercó. Mas no sabía exactamente qué es lo que me pasaba y no logró ayudarme. Al contrario, se espantó al verme con los ojos más abiertos que de lo normal y entonces decidí arrastrarme hasta el estacionamiento para recuperar el aliento y respirar.
Cuando llegué allí, Machete comenzó a aullar —es un perro que le dieron un machetazo en la pata derecha— y tal vez percibió la presencia de algún ser maligno. Finalmente respiré y cuando ya me sentía un poquito mejor, vi una bola de fuego en lo alto del cielo y parecía estar suspendida sobre la ciudad de El Tajín en Papantla. Enseguida, subí a la vereda donde caminaba todos los días y al llegar a una tienda compré una copa de kuchu’. Una hora después me atrapó el sueño y desperté hasta las cuatro de la mañana. Luego, agarré una mochila y me dirigí a la desviación de Las Chacas para esperar el autobús que saldría de Huehuetla rumbo a Puebla y de allí viajaría a Oaxaca, donde Dios nunca muere —un vals, compuesto por Macedonio Alcalá. Llegué alrededor de las 6 de la tarde y al pasar frente a la Catedral había mucha gente bailando mientras tocaba una banda filarmónica.
Media hora después ya estaba en Xoxocotlán y mi mamá había arreglado un altar dentro de la casa. En el arco de carrizo había colocado flores de cempasúchil porque era primero de noviembre y le conté lo que me había sucedido el día anterior. Ella comentó que ese hecho se debía a que yo estaba olvidando a los difuntos. Esa noche descansé un rato y al día siguiente viajé a Tamazulápam Mixe para platicar con mis hermanos y mi papá, quienes desde varios años atrás yacían tres metros bajo tierra en el camposanto. Me sentía extraño hablándoles porque a ninguno de ellos los había conocido físicamente y además habían perdido la voz. Nuevamente allí recordé que cuando era niño caminábamos de El Duraznal al municipio y entre las ramas del árbol de ocote aparecía el pájaro regañón. Mi mamá también le respondía muy enojada:
–Yo no tuve nada que ver ni tus hijos el que hayas muerto. Tú sabes bien qué pasó realmente aquel primero de enero de 1979. ¡Por qué no vas a la casa de tu compadre o por qué no visitas a Honorato!
Seguíamos avanzando con la carga de leña y descansábamos al llegar a un ojo de agua. Luego, cada quien comía una tortilla embarrada de frijol y acompañado de un puñado de charales asados. Allí aprovechaba para preguntarle a mi mamá:
–¿A quién le hablaba hace ratito?
–A tu papá —respondía.
Un miércoles por la tarde regresé a Las Chacas y cené tamal pinto. Al día siguiente me levanté temprano para ir al trabajo y la mujer del beso con sabor a kuchu’ me había invitado a que bajara a su casa a tomar atole agrio. Así que primero dejé mi mochila en un salón y me encaminé a una de tantas veredas que aún hay en el pueblo. El sol se asomaba sobre los dos cerros que juntos forman una puerta gigante en la región Totonacapan y ya había caminado cerca de medio kilómetro cuando de pronto se descolgó entre los árboles de bambúes otro pájaro regañón y comenzó a regañarme. Seguí caminando….
__________
JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ, escritor ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.