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TRAVESURAS DE CATALINA

BENITO RAMÍREZ CRUZ

Sucedió bajo las nubes del cielo mixe. Catalina vivía con sus padres Constantino y Rufina en el pueblo de Santo Domingo Tepuxtepec. Eran siete hermanos; ella con 10 años de edad tenía el cabello trenzado como las ramas que se cruzan al choque del viento, de sus hombros frágiles colgaba un vestido azul floreado desgastado por el paso del tiempo que se arrastraba hasta sus rodillas. Catalina sabía transformarse en un búho y con su figura frágil comenzaba el vuelo al techo del cielo, desde ahí veía:

caer a la luna en la cresta de los cerros,
al serpiente cascabel mudarse de piel,
al jaguar formando nubes,
a las arañas tejer telas de seda,

a las luciérnagas iluminando veredas después de la lluvia.

Regina una anciana huesuda de aproximadamente 80 años que vivía en el paraje Tierra de Palo, en una choza de ramas. Esta casita rudimentaria emergía entre matorrales y arbustos donde labraba una pequeña parcela. La anciana nunca tuvo descendientes, existió sola. Algunas veces sentía tristeza y dolor, entre su tristeza deseaba no haber existido. Cuando sentía agonizar se hincaba en la puesta del sol o en el atardecer suplicando los cantos de los pájaros o el aullido de algún animal feroz. Muchas veces tenía miedo de morirse sola en aquel paraje porque sabía de sus arrugas y de su cabello blanco. Descalza padecía amenazas de piedras filosas y ramas que apuntaban su tiro más fino, y experimentaba dolencias frecuentes en los pies agrietados que significaban una vejez avanzada y pensaba que probablemente sus pasos no darían más zancadas; decía para sí misma:

la vida es
como el río que lleva mucha corriente,
intentas cruzar,
pero te lleva,
si tienes suerte,

puedes detenerte en alguna piedra o rama.

Una noche tan oscura la anciana sentía estar despierta pero se hallaba en un sueño profundo —su sueño oculto—; se veía sentada en el suelo frente a la fogata, percibía que sus manos se quemaban al calor de las llamas que ardían con gran intensidad; aun adormecida con las quemaduras sintió quedarse en silencio apretando sus labios, sólo exhalaba el humo que se desprendía del leño.

Leves chispas de la fogata hacían saltar la lumbre de leño al leño, la llama al clamor rumorea a Regina hablar y escucha el soplo del aire. Una medianoche ella decidió esperar el viento, esperó sentada en una piedra y miraba llegar las sombras que se arrastraban a sus pies. No era lo que quería mirar, siguió sosteniendo el tiempo con impaciencia, esperó y esperó, llegó el soplo del aire, era frío, calaba los huesos. Delante el aire se transformaba en una silueta negra que parecía un dios en la oscuridad, aparentaba flotar en el aire pues sus pies no sentían la dureza del suelo.

Transcurrían muchas lunas de transformaciones de animales y de sombras, en una de estas metamorfosis Regina decidió marchar al pueblo en busca de Constantino, su sobrino y único familiar. Éste le ofreció alojamiento sin esperar nada a cambio y agradecida la anciana dio una acertada afirmación: sus últimos días en este despertar anhelaba el calor del consanguíneo natural, “la persona que vea el fin de mi aliento será el heredero de todas las parcelas y cultivos”. Constantino, al escuchar estos dichos, brillaron sus dientes.

Corrieron las constelaciones nocturnas en círculo, el sol con intensidad daba vueltas viendo a los niños que jugaban en el patio saltando con las lianas o raíces de algún árbol, y Regina sentada en cuclillas debajo de un duraznal los observaba, enfurecía callada porque no le gustaban los ruidos, deseaba escuchar las melodías de los pájaros e insectos del bosque. Un amanecer la abuela empezó a gritar a los niños que no debían hacer estruendos porque ella estaba acostumbrada a escuchar los cantos de los pájaros.

Catalina, la hija más sagaz y hábil, escuchaba los quejidos y sollozos frecuentes de sus hermanos, no sabía cómo detener aquellas gotas en las mejillas, pensó y pensó por varios días, se tocaba la frente de tanta desesperación, caminaba y daba vuelta en el patio, quería regresar a Regina en su bosque, pero Constantino había sido hechizado, ya no miraba los maltratos a sus hijos, siempre daba la razón a la anciana.

Catalina vio que su papá, cegado por el encanto de la herencia, jamás comprendería la tristeza de sus hermanos, ella no sabía cómo romper el embrujo. Una mañana Regina se levantó de madrugada con los primeros cantos del gallo, recogió su petate acomodándolo en un rincón de la casa donde las arañas seguían tejiendo las telas de seda. Catalina fingía estar dormida, fingía ronquidos en aquella madrugada. Su pensamiento la mortificaba cada noche, pensaba cómo destruir la hipnosis de la herencia y salvar a sus hermanos.

Regina sacudió su cabello blanco, alzó su brazo pálido, enseguida levantó su mirada a la salida del sol. Catalina vio que se alejaba y fue a gritar a su vecino Erasmo para que ayudara a deshacer el hechizo. Cautelosos caminaron tras ella sin que se diera cuenta, a una distancia prudente se asomaba la joroba que se apoyaba con un bastón de rama, los pasos eran lentos, de pronto se transformó en una nube negra perdiéndose en el bosque. Siguieron andando en medio de los árboles, temían extraviarse, a su paso se inclinaban a los animales, aves e insectos.

Extraviados en un remoto lugar se encontraron a la tuza cavando su túnel en una parcela de sembradíos. Llegaron ahí, se acercaron, preguntaron si había visto pasar a una anciana, la tuza respondió entre dientes y voz suave: “No he visto a nadie”. No podía platicar ni mover la boca, había sido hipnotizada por el aire de Regina. Adormecida gritaba: “Me duele mucho la muela, me duele, ¡mira!, mi boca ésta muy hinchada, ésta de lado”. Catalina se quedó mirando y, conmovida por el padecimiento de la tuza, intentó curarla con la palma de sus manos, llamó al viento y las nubes. El pequeño animal sólo gritaba con desesperación y pataleando los montículos de tierra. Ella sabía curar de tan pequeña edad, sabía de plantas curativas y medicinales, observó a su alrededor, encontró unas hojas planas y delgadas con flores blancas, gritó exaltada:

¡tuza!, cava aquella planta y clava tus dientes en el bulbo,

mastica unos dientes de ajo para aliviar las muelas.

La tuza se revolcaba de dolor. El roedor pudo hablar: “Allá detrás del cerro está Regina en su trabajadero de sembradíos, cuando lleguen estará agachada”. Caminaron y caminaron en silencio. Catalina no podía observar bien, decidió subirse en lo alto de un árbol y se transformó en Búho al igual que Erasmo. Ambos volaron dando vueltas y giros entre las ramas espesas, abrieron el pico para exhalar el aire hasta su estómago, parecían globos y empezaron a gritar lamentos con voz tétrica y de espanto:

¡Reginaaaa, saca tu petate de la casa!
¡Reginaaaa, vete de ahí deja jugar a los niños!

¡Reginaaaa, deja a los niños libres!

Asustada recogió la coa, un instrumento antiguo para sembrar el maíz que había sido de sus ancestros, bien enojada corrió al pueblo, sabía que Catalina estaba rompiendo el hechizo de la herencia. Bien furiosa y agresiva le contó lo sucedido a su sobrino Constantino, le dijo que Catalina se había convertido en Búho, hizo su travesura.

El embrujo había desaparecido y se atrevió a marcharse cargando el costal de ropa vieja y le dijo a su sobrino que no había herencia por culpa de Catalina. Constantino lloró toda la noche por la pérdida de sus parcelas. Quiso castigar a la traviesa por sus fechorías, regañó a su hija sin remordimiento y que por su culpa los habían dejado pobres y sin nada.

Catalina aclaró a su papá que era más importante la libertad de sus hermanos que la herencia de parcelas y que los tratos que sufrieron los niños no eran lo adecuado. La niña traviesa se quedó castigada por varios días sin comer, aceptó su castigo por salvar a sus hermanos, soportó dolor y agonía; en su rostro se vería una muestra de victoria al romper el hechizo maligno. Catalina brincaba y brincaba, su sonrisa se llenaba de agua de tanta emoción, mientras tanto Constantino se recargaba debajo de un aguacatal, triste y sollozando por haber perdido sus terrenos. Regina regresó al bosque donde sabía caminar. Tiempo después desapareció convertida en una nube gris.

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BENITO RAMÍREZ CRUZ, originario de Tamazulápam Mixe, Oaxaca, reside en Los Ángeles, California.

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