UN INSTANTE DE LUZ PUEDE ATRAPAR A UN HOMBRE AGOTADO
Le adivinamos su fragilidad y su entera decisión por el ademán de negarse a que la cámara le tome el rostro, un gesto que desnuda su clandestinidad y su arrojo. Un arrojo que captamos mirando el lomerío al horizonte de donde viene y también el horizonte que no tiene fin adonde se encaminará cuando se levante de descansar sobre su morral, único lugar visible donde guarda su ser pasajero, peregrino, exiliado de su propia vida —pese a sus zapatos y su pantalón, a su camisa y su saco y su gorra: prendas tan suyas.
Cómo ponernos en la piel de Elsa Medina, en su encontronazo con ese caminante, en la urgencia de llevárselo también a otros viajes, en busca de otros sentidos, y que ese caminante haya llegado a nosotros como una figura eterna y a la vez evanescente, de la que siempre recordaremos sus manos, una extendida, abierta y tensa, y la otra apretada sobre su pulgar cerca del vientre y de su calor fundamental.
Mientras, las nubes con su orilla luminosa no impedirán la claridad de los dibujos —cruces de caminos— en sus manos y en las veredas de tierra que rayan la hondonada.