EL MAÍZ LLORA
Estaba aún sentado en la silla cuando ella comenzó a mezclar en una jícara medio litro de kuchu’ (aguardiente) con jugo de limón y sal. Enseguida, me levanté lentamente y fui a mi cuarto. Me senté a un lado de la cama para esperar a la mujer del beso sabor a kuchu’, quien me curaría y cuando llegó, dijo:
–Tendrás que quitarte toda tu ropa.
Aquella mañana me sentía tan débil y a pesar del malestar hice lo que ella había indicado. Cerré los ojos mientras me echaba kuchu’ desde mi cabeza hasta llegar a los pies y el baño también iba acompañado de masajes en todo mi cuerpo. El olor que desprendía el kuchu’ era diferente que el mezcal.
Cuando terminé de tomar el baño, me acosté en la cama y me tapé con una cobija delgada. Temblaba de frío y de pronto me alcanzó el sueño. Soñé a mi abuela Josefa sentada en una banca pequeña en casa de mi tío Rogelio en El Duraznal y platicaban. Sin embargo, ambos ya habían muerto, pero ella seguía igual que cuando estaba viva y me alegré al verla nuevamente. Desperté ya en la tarde y la fiebre había disminuido. Al menos mis mejillas ya no ardían como las había sentido hacía unas horas. Al siguiente día subí a la Universidad Intercultural y había avanzado unos metros de camino cuando noté que se movía algo en la rama de un árbol de naranja y me quedé parado por un momento para ver qué era exactamente. El movimiento era cada vez más brusco y al asomarme más de cerca me percaté que se trataba de una víbora enorme. Tal vez era una boa, pero continué caminando.
Una vez que terminé de realizar mis actividades docentes en la Universidad, tomé la vereda que pasa justo detrás de los salones de Enfermería para ir a descansar. Después de caminar cerca de dos kilómetros, mi camisa quedó completamente empapada de sudor, ya que esa tarde se sentía muchísimo bochorno y los últimos rayos del sol filtraban entre los árboles gigantescos de bambúes de tallo verde. Luego, me detuve al escuchar que hacían llorar las cuerdas de un violín y era porque unos jóvenes estaban ensayando música de huapango en una tienda. Me senté sobre un costal lleno de arena recargado a la pared y pedí una copa de kuchu’ mientras me quitaba el par de huaraches que recién había comprado en Huehuetla. Pero antes de tomar el primer sorbo, tiré tres gotitas en honor a Katuxawat (Madre Tierra) y divisé hacia abajo una pequeña casa hecha de bambúes.
Aquella casita había sido nido de amor durante un par de semanas de la mujer del beso sabor a kuchu’ y mío. Ninguna persona sabía de nuestra relación, excepto el tantsulut (pájaro chismoso) que sabía todo tipo de secretos. En cada encuentro nos prometíamos y nos jurábamos amor eterno. Parecíamos unos adolescentes y ambos estábamos convencidos que haciendo el amor en las madrugadas nos salvaríamos de nuestra soledad y olvidaríamos las tristezas que veníamos arrastrando del pasado. Ya cuando vivía en su casa también hubo noches en que inundábamos de lágrimas la cocina de tanto llorar porque los recuerdos no nos dejaban dormir e incluso el costal de totomostle que servía para hacer lumbre terminaba salpicado. Al día siguiente lo sacaba al patio para que se secara con la luz del día.
Los jóvenes dejaron de ensayar y yo seguí allí sentado. Exactamente estaba a un lado del camino principal de Las Chacas y me quedé viendo a la gente: unos subían y otros bajaban. Varios de ellos llevaban cargando en sus espaldas un costal de pimienta que habían cortado a lo largo del día en sus respectivas parcelas y se notaba el cansancio por la forma en que caminaban. Era como si los pies les pesaran, pues al dar un paso y otro lo hacían con lentitud. Aunque muy pronto llegaría la noche para que descansaran y quienes no descansarían serían los grillos y los búhos ya que cantarían incansablemente entre la oscuridad. Finalmente, me levanté de donde estaba sentado y llegué donde hay un montón de matas de plátanos. Desde allí vi que salía mucho humo en la cocina de la mujer del beso sabor a kuchu’ y también oí como si alguien estuviera aplaudiendo.
En realidad, cuando llegué ella estaba haciendo tortilla y de allí provenía el aparente aplauso. También había ya guisado xkijit que es el fruto de una planta que se prepara con jugo de limón y se le añade chile y cilantro. Este platillo forma parte de la vasta gastronomía del mundo totonaco y mientras cenaba se acercó un gato. Le di un pedazo de tortilla, pero no lo comió. Al ver eso la mujer del beso sabor a kuchu’ se molestó y sentenció: –No debes tirar la tortilla porque el maíz llora.