AQUÍ EN HUEHUETLA
Petrificado, flotando al ras de la banqueta, se asomaba un pie de piel morena aparentemente tostado por el sol y los años. La rigidez del talón se confundía un poco con la dureza del asfalto en el que yacía la extremidad. Un par de pasos hacia adelante, y con una panorámica libre de esquinas que se cruzan con otras esquinas y de perros que aparecen de no sé dónde; pude vislumbrar la extensión de esa pierna materializada en un cuerpo. Era un hombre entrado en años, vestido de blanco, con los ojos a medio cerrar y la boca bien abierta al mundo. Junto a él, una botella de vidrio desquebrajada y un cachorro vigilante que confundido lo miraba y me miraba. Que se lamía las patas y volvía a mirarlo para luego volver a mirarme.
Más adelante, casi al final de la calle, arrinconada contra un pedazo de pared a punto de venirse al suelo, una cachorra arrastrando su trasero trataba de escabullirse de una jauría de perros enormes, cuya sed de carne era evidente. Entre ellos, y tratando de llegar a la cachorra a como diese lugar, los animales se mostraban los dientes, se gruñían y se daban empujones. De vez en cuando uno que otro se alteraba y arremetía con ladridos y mordiscos a diestra y siniestra. La cachorra no tenía escapatoria, sin embargo, hacía hasta lo imposible para avanzar así fueran unos pocos centímetros con su trasero bien pegadito al suelo. La batalla la tenía perdida, eso era un hecho.
Una vez agilizada la marcha, y luego de haber dejado atrás la escena de la jauría hambrienta, un arranque de intuición me dice que mire hacia el otro costado de la calle. Y de nuevo, otra escena: desde la ventana de un segundo piso, recostado con cierta gracia sobre el marco de metal, un chamaco muy particular observa su horizonte sin parpadear. De manera mecánica, el infante lleva su dedo índice hacia sus orificios nasales: los escarba, los ensancha, los lima, los esculca, y luego baja su mano para guardar su dedo en la profundidad de su boca. La fotografía de satisfacción en su rostro es innegable. El chamaco saborea con gusto su dedo. Lo lame, lo relame. El mundo no existe para el niño, sólo su nariz, su dedo, su boca, sus papilas gustativas, y a lo mejor ese horizonte que no sé en realidad si es un horizonte o un trance para él…
De la casa de al lado de donde se encuentra el niño empiezan a escucharse gritos y la gente que va pasando se queda mirando hacia adentro. Sale la señora Panchis muy alterada con la cara hirviéndole de coraje y detrás de ella salen sus tres niñas, como dice ella, pero que no son suyas, arriadas por los empujones de su hijo Carlos. Que devuelvan el dinero, que digan de una vez por todas en dónde lo metieron, a quién se lo dieron, que alguien llame a la policía porque esto no puede quedarse así, y que fueron ellas, fueron ellas las ladronas porque nadie más pudo ser. Que esas mañas las traen de sus comunidades, que acá en el centro la gente no es así.
La gritería frena por un momento el curso de la vida: los carros se amontonan, la gente pausa sus pasos y los niños que estaban jugando a la pelota dejan de hacerlo. Todo, excepto la tortillería y el muchacho de los elotes, pareciera detenerse ante el chisme que se riega hasta inundar toda la atmósfera.
Las niñas de doña Panchis, que no son de ella ni de nadie, empiezan a caminar hacia abajo de la calle como queriendo encontrar refugio en algún callejón circundante, pero las miradas de los espectadores les reprimen al andar, las condenan. Las niñas sólo se agachan y de vez en cuando miran hacia los lados por si a lo mejor alguien decide lanzarles algo o agredirlas. Nadie se atreve. Finalmente las siluetas se pierden en la lejanía y todo vuelve a la normalidad.
Por mi lado pasa Guadalupe. Al principio se hace la que no me ha visto, pero como ve que medio me volteo para corroborar que es ella, la muy maldita se lanza con su grandísima sonrisa falsa a saludarme; la “cortesía” incluye beso en la mejilla. Me mira y me desviste con los ojos sin quitar su estúpido gesto de incomodidad, y, claro, yo tampoco puedo ocultarlo. Me dice que qué terrible eso que acaba de pasar, que pobre doña Panchita, que toda una vida trabajando para que vengan esas morras a robarle el dinero, y que eso no debería estar pasando. Le pregunto que si ella está segura que fueron las niñas, que si acaso tienen pruebas, y, titubeando, desarmada ante la pregunta me responde: ¿Pero, y quién más?
Quiero dejarla ahí plantada como un árbol, dar la vuelta y no tener que escucharla, pero ella se adelanta y me agarra del hombro para contarme algo: ¿Sí viste la forma en la que Carlos las estaba empujando? Sí, claro que me di cuenta. Ay, no, pues eso sí se vio muy mal, así tampoco, una cosa es que las morras hayan hecho eso y otra es la violencia de parte de él, pues porque es un hombre. Sí, muy fea la cosa, acá todo es muy loco, la verdad. Sí, eso sí, ese bato también está bien mal, yo tengo un grupito de amigos allá de la uni, de los de Chacas, y a todos se los ha comido el cabrón. Los busca por Grindr, los convence, y si no tienen lugar se los lleva al río y allá se los coge. ¡Uy!, ¿en serio? ¿Y usted cómo sabe todo eso? Ay, bebé, pues porque los batos me lo han contado. Si hasta me dicen que acá en el pueblo ya hay mucho VIH, y que a estos morros no les importa, que ellos siguen haciendo sus cosas. ¿En serio? Le digo con expresión de angustia. Ella asiente con la cabeza sin chistar. Aprovechando la ausencia de palabras me despido rápidamente procurando alargar los pasos y perderme de su mirada. Lo logro.
Al llegar a la parada de las combis el checador me saluda enérgico, me pregunta que si voy para Chacas. Le digo que no, que sólo hasta la lavandería. Me dice que no demora. Le doy las gracias y el hombre me da la espalda. Clarito, casi como si me lo estuviera susurrando en el oído, escucho que le dice a otro que al parecer es su amigo: ¡Wey!, ese bato es el novio del dentista, y viven juntos en el Yalú. ¿A poco es puto? Sí, wey, los dos, y tienen dos perros bien chulos.
La combi llega. El checador se acerca intentando poner orden a la multitud que se abalanza sobre el carro, entre dientes se le escucha decir que dejen entrar, que no se empujen. Nadie hace caso. El vehículo se llena de gente. ¿Joven, no va a entrar?, me pregunta con la misma amabilidad con la que me saludó. No, muchas gracias, aquí ya no hay lugar para este puto.
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Edison Daniel Muñoz Ortiz es maestro en educación intercultural.