PLAÑIDERAS Y REZADORAS
CUANDO EL LLANTO NO ES DEBILIDAD
Oaxaca, Oax.
Cuando falleció mi bisabuela, cada vez que alguien entraba a casa a dejar la limosna, un apoyo económico que se da por el duelo, todas las mujeres lloraban fuerte. Luego se calmaban y cuando alguien volvía a entrar reiniciaban los sollozos, los gritos y así toda la tarde. De pronto, como niño que era, sí me daban ganas de reír en medio de tanto histrionismo. No sé si se “rentaban” para llorar, pero sí ayudaban a la catarsis.
Damián ahora tiene 35 años, habla de sus recuerdos y del papel de las mujeres durante la muerte y del llanto o las lágrimas que causa el duelo en su lugar de origen, Juchitán.
El llanto es una capacidad no reconocida, asociada generalmente a la debilidad y relegada a las mujeres, no sólo en esa región, sino dentro de todo el sistema patriarcal. Se llora de nostalgia, también de alegría, desde luego por la muerte de una persona amada. incluso por unos cuantos pesos en un funeral, como lo hacían las mujeres conocidas como plañideras, lloronas o lastimeras en algunas regiones de México.
Solían asistir a los funerales vestidas con ropa y velo negro por invitación de los familiares, a quienes acompañaban con sus gritos y lamentos. Y al final recibían una compensación económica.
El origen de las plañideras data del antiguo Egipto, donde había un tabú que prohibía a los deudos llorar en público. En México hay registros que sugieren que las plañideras tuvieron su mayor auge en el período posterior a la Revolución. Su participación en los ritos fúnebres ha sido variable, tenían la cualidad de contagiar o provocar el llanto en los deudos. Además de intentar que los dolientes profundizaran en el dolor, buscaban que el lamento fuera sincero; en otros casos el objetivo sólo era reforzar las virtudes de la persona difunta o su importancia social.
Pronto esta práctica de acompañar a los dolientes con llanto se fue convirtiendo en uno de los oficios más populares, especialmente en las ciudades del centro del país, en Michoacán, Querétaro, San Luis Potosí, Guanajuato, Ciudad de México y el Estado de México.
Como oficio parece estar en extinción debido a las prácticas modernas de hacer espectáculo la tradición. Algunos reportes periodísticos informan que es posible verlas actuando, por ejemplo, en el concurso de Plañideras que se efectúa en San Juan del Río, Querétaro. En él se lamentan por la muerte de algún famoso, en ocasiones también forman comparsas y desarrollan espectáculos dentro de algunas festividades relacionadas con la muerte.
A pesar de eso, aún existe la figura de las plañideras en México, aunque no en el sentido egipcio y no necesariamente con ese nombre. En Oaxaca hay relatos orales que hablan de “las lloronas” en algunas comunidades de la región Valles Centrales, la más cercana a la capital del estado.
En el Istmo de Tehuantepec, de donde es Damián, aunque no tienen un nombre específico, las mujeres que acompañan a los dolientes o que tenían algún afecto por la persona difunta, lloran como si fueran sus familiares quienes están postrados frente al altar.
Imaginen esa casa en la que los dolientes, la viuda o la madre están sentados frente al cuerpo de la persona fallecida; de pronto llega alguien con quien el difunto o difunta tuvo alguna cercanía y empieza el llanto a inundar el lugar. Luego viene un silencio, suspiros. Y más tarde, si nuevamente llega una persona, el llanto se vuelve a manifestar.
Así es el duelo, pero la carga espiritual o religiosa parece estar en las mujeres, cuenta Damián. “Mientras adentro las mujeres lloran y rezan, afuera los hombres beben, tocan canciones y cuentan chistes en el patio. Como dos espacios diferentes, pero pegados”.
Además, como una manera de reforzar el cariño, entre los lamentos van soltando expresiones como “polvo de oro fino”, “Lucero de la mañana”, “Sol que brota por el Oriente”, “Árbol que carga mi casa”. Así lo precisa el historiador y lingüista zapoteca Victor Cata, quien asegura que esta práctica funeraria es prehispánica y es una manera de mostrar el dolor de manera colectiva, una forma de solidarizarse con los otros.
Cuando las mujeres llegan a la casa, se acercan al féretro y le hablan al difunto como si estuviera vivo. Le dicen que pida a los dioses salud para quienes se quedan, que los cuide y los proteja, lo ven como un mensajero. “El muerto deja de ser persona y se vuelve una divinidad”, dice con certeza.
Otros momentos claves del funeral suceden cuando sacan el féretro de la casa para llevarlo al camposanto. En el camino estas mujeres van llorando, incluso aventándose sobre el ataúd; también lloran cuando se escucha alguna pieza musical que le gustaba a la persona que falleció o una canción simbólica en esa región, como el Guendanabani, una pieza que alude a la vida y la muerte.
“Se sigue haciendo, pero no las llaman plañideras, no las nombran de una manera específica, pero puede asociarse a esa figura porque su llanto es llamativo, escandaloso”, cuenta el historiador, también poeta zapoteca; además comparte que algunas de las tradiciones y rituales de otras comunidades de esta región pueden leerse con mayor amplitud en el libro La muerte en el Istmo de Tehuantepec de Gabriel López Chiñas.
Víctor Cata coincide en la observación del inicio: son las mujeres las que más lloran, pero aquí no es sinónimo de debilidad, por el contrario puede considerarse una cualidad, porque son desinhibidas, más abiertas a manifestar su sentimiento o la emoción, no tienen conflictos para manifestar el dolor.
Otra figura asociada a aquellas plañideras profesionales son las rezadoras, “las que encausan las almas”. En esta región del sur del país son consideradas de algún modo como “terapeutas”, quienes van canalizando el dolor de las familias en duelo. Saben controlar las emociones y dan valor durante el funeral y rituales posteriores; en ese sentido ser rezadora también es un don.
El duelo en el Istmo de Tehuantepec dura un año o año y medio para la familia cercana: la madre, la esposa o la hija de la persona muerta. Durante ese periodo de luto se visten de enaguas y huipiles negros y usan paliacates del mismo color en la cabeza; pueden ir a las fiestas pero no bailar, porque de lo contrario “estarían bailando sobre la cabeza del difunto”.
A la ropa de luto le llaman la ropa del lagarto: laribeñe, lari (ropa) beñe (lodo- lagarto). Decir lagarto es decir muerte. Después de un año ya pueden cambiar su manera de vestir a lo que se llama “medio luto”, es decir, ropa en colores café o azul marino, pero no colores “alegres”. El medio luto es considerado como una transición entre el color de la muerte y la vida; al final de este periodo pueden volver a usar ropa de distintos colores, en señal de que has comprendido que no va a regresar.
Hay tiempos para todo y cada uno tiene un sentido ritual. Desde que muere la persona, al poner la cruz de arena, que simboliza su cuerpo frente al altar, los rezos de nueve días, los cuarenta días, la misa del año, todo va curando su alma: el llanto, los rituales son una manera de soltar el dolor.
Los periodos rituales son el recurso tanatológico que tienen para asimilar la vida y la muerte, indica Cata, a diferencia de la cultura moderna donde no hacen duelo, no lloran, “son fuertes” y a los tres días otra vez a trabajar, pero van arrastrando el dolor.
“Usar la ropa negra tiene ese mensaje, enseñarnos que la vida también es dolorosa”, concluye el escritor, y en esas ocasiones el papel de las mujeres al detonar las lágrimas, sobre todo abundantes y a veces escandalosas, son un remedio eficaz ante la conmoción, el bloqueo, la tristeza, negación, desesperanza, ansiedad, enojo, culpa, depresión, impotencia y todos esos sentimientos que las personas experimentan ante una pérdida. El llanto es liberación. Por eso quizá el papel de las rezadoras, plañideras o las lloronas no está exento de un nivel espiritual.
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Ilustración de Patricia Soriano en Ojarasca 9, junio de 1992. La artista expone actualmente su obra gráfica en el Museo Nacional de la Estampa.