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ROSTRO DE CENIZA

BENITO RAMÍREZ CRUZ

No sé cuántas veces pude haber caminado en este lugar, hasta que una tarde en la intersección de W Vernon Av. y del Freeway 110, Los Ángeles CA, debajo del puente de hormigón se distinguían casuchas muy pequeñas y endebles, carpas con soporte de palos y tubos que servían de alojamiento a los que se quedaban sin hogar. Era un espacio tétrico y melancólico, no existían risas ni conversaciones, todos parecían mudos y sordos. Todo era silencio, sólo los chasquidos de mis zapatos saltaban en cada paso para evitar encontronazos con los refugios amontonados. Ellos me notaban con extrañeza. Ahí es donde crucé la miraba con un hombre de aspecto delgado y viejo con la barba blanca caída al pecho. Detuve los pasos. Me observaba con los ojos ligeramente abiertos como se hace cuando el viento levanta el polvo, estaba agachado con las piernas dobladas hacia al frente en un colchón sucio y antiguo, sostenía en sus manos sucios y huesudos un ejemplar de El ruido y la furia de William Faulkner. Por un rato me quedé estático, contemplé sus dedos alargados que temblaban a cada hojeada del libro, era como acariciar la tentación de algún suicidio, de un ideal.

El viejo con la barba llena de canas blancas estaba tan concentrado que no movía la cabeza ni levantaba la vista, ignoraba los ruidos espantosos de los automóviles y personas que deambulaban enfrente de él, sabía que sólo eran sombras en movimiento. Él era una especie de monstruo cuyo destino era vagar y deambular en las calles y bajo los techos del cielo oscuro. En su vista escurridiza advertí la sensación de una completa soledad a causa de su fealdad y torpeza. Después me fui alejando con pasos firmes, pero sentía en lo más profundo de mi ser que alguien me recomendaba una tristeza —y la cercanía de una malicia.

En algunas tardes volví a esta avenida. Me di cuenta de un suceso extraño: la sombra era débil entre la luz y la oscuridad, regresé a fijar la mirada en el colchón viejo que aún seguía sobre la banqueta. El hombre con rostro de ceniza ya no se encontraba ahí, sólo quedaban unas ropas de cama encima del colchón y los chasquidos de neumáticos que chocaban con el asfalto, pero a fin de cuentas su destino era estirar las piernas, andar vagando por los sitios espantosos de estas calles. Las escrituras que leía estaban guardadas cuidadosamente en una caja de madera, las portadas rasgadas y los títulos borrosos se escondían detrás de las casuchas como si desearan el regreso del viejo tras su marcha.

Así transcurrían los días y noches. Llegaba el mes de agosto, caía un atardecer como en todos los horizontes del mar. En eso, presentí que esta noche sería una noche más larga, gélida e insensible. El sol se había alejado en medio de los techos de casuchas y edificios; sólo quedaban las últimas nubes de color anaranjado que se dispersaban dejando un vacío en este rincón de mi alma. Recordé que hacía unas horas y segundos sonreía, ahora el corazón estallaba y se despedazaba en miles de trozos pequeños, lloraba como el cielo deja caer la lluvia en el mar. Aquel momento sentí que el mundo era despreciable y que se derrumbaba como una apariencia de comedia en una obra dramática de algún literato, pero comprendí que formaba parte de él y tendría que razonar el horroroso sueño.

La oscuridad me atrapó por S Pedro St y W 53 Rd St, envuelto en un gabán de lana que habían elaborado las manos de artesanos del pueblo de Tamazulápam Mixe. El gabán se sostenía en mi hombro simulando una cascada que se resbalaba hasta mis pies. Me senté por un rato en la banqueta, mi pensamiento flotaba como una hoja en un río desconocido. Imaginé que quizá sería posible echar a un lado todos los obstáculos que me torturaban; era imposible, no tenía hogar ni alojamiento. Desamparado y abandonado, clavé la mirada al suelo, me sostuve entre el polvo.

El tiempo transcurría lento, mis piernas se endurecieron con el frío que invadía mi rostro, estaba tan perturbado que me perdí en un vacío oscuro. Luego percibí que tenía clavada una mirada en la espalda y que me observaban con gran admiración, tenía la impresión que frotaban mi cabello, pensé que quizá era posible voltear y echar a un lado todas las dudas. Era admirable encontrar un mural de Emiliano Zapata impregnado en la pared del edificio y lugar en mención. Impresionante alzaba sus ojos como si buscara la tierra que había dejado en el pueblo. Sorprendido y un poco inquieto volví al tiempo pasado. El día 8 de agosto de cada año, un grupo de migrantes organizados celebran el aniversario del Caudillo del Sur con un festival de danzas y cantos al pie de esta esquina: S Pedro St y W 53 Rd St.

Desolado, inicié la travesía en las avenidas desérticas. Me daba cuenta que no tenía sensibilidad ni orientación, tampoco sabía dónde salía la luna. Las sombras se perdían en mis rodillas. No sabía si tenía frío o temor de haberme quedado sin alojamiento, pensaba si aún existía o solamente era un espejismo en estas calles, extrañas sombras clavaban la vista en mi autenticidad, dudaba si eran fantasmas estirando sus piernas o tal vez estaba perdido en estas tierras de simulacro.

Con infinito cansancio perdí la noción de la noche que parecía un pasadizo subterráneo, tenía miedo de rodar y resbalarme en el abismo de aquella tenebrosidad. Dejé de señalar las estrellas con la manos que colgaban sin fuerza. El enrarecimiento del aire había dejado de abrazar el rostro blanquecino de yerros viejos. Me preguntaba si en algún momento llegaría la media noche de fantasmas o tal vez no amanecería, dentro de mí golpeaba las venas que no sentían dolor, sólo era parte de muchos rostros confusos. Ahí es donde me sentí una criatura indefensa, nunca imaginé deambular y vivir en las avenidas, dormir en la intemperie.

¿Cuánto tiempo va a durar esta agonía? Dos o tres días, tal vez todos los días, no sé cómo voy a estar mañana.

Las luces de los autos se cruzaban una tras otra, a los lejos las lámparas parpadean con gran esfuerzo, se apagaban y volvían a dar una luz tenue, mi alma estaba desolada. A estas horas de la noche debía de estar durmiendo; sin embargo, era sonámbulo de las calles, caminaba sin desistir, la noche había dejado de gritar, no existían sonidos, era como una pesadilla horrorosa. Llegué donde estaba el hombre con rostro de ceniza que había abandonado su sitio, él sabía de mi llegada y decidió partir.

Quedé largo tiempo despierto y sentado en el colchón viejo y sucio, pensando en lo que había sucedido, trataba de oír cualquier rumor, pero no oí nada en toda la noche ni en la madrugada, tal vez me había quedado dormido. Desperté tratando de gritar, había soñado una serie de reflexiones tormentosas que jamás se me habrían ocurrido, entonces comprendí que nadie, nunca, sabría que yo había sido transformado en un hombre con “rostro de ceniza”.

Acurrucado en el colchón viejo frente a mi caída, Catalina, a quien conocía desde un tiempo anterior, no dudó en rescatarme. Estaba tan débil y hambriento que no escuchaba el eco de ella. Insistió en hablar con fuerza, ¡estira tu mano para encontrar al mío!, piadosa me miraba el rostro y la barba que estaba llena de canas blancas. Revivió otro grito, su voz se quedaba en el aire tibio, se perdía en la nada, insistió en forzar su garganta, respiraba alterada con la cara enrojecida por el intenso calor, con dificultad me tomó del brazo, entre dientes susurró, ¡tienes que resistir!, falta mucho por soñar, no puedes quedarte aquí en la intemperie del lobo, recuerda la lectura de los granos de maíz, recuerda la voz de la abuela Victoria Juan que intercedería en los tropiezos. Lentamente incorporé las rodillas que se hundían en el colchón, las arterias se contrajeron con rigidez, me preguntaba por qué soportar esta asfixia de quedarse sin hogar, en estas tierras lejanas, tal vez el destino sería convertirme en hombre con cara de ceniza.

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Benito Ramírez Cruz, originario de Tamazulápam Mixe. Oaxaca. Radica en Los Ángeles, California.

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