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EL ORIGAMI DEL PARICUTÍN

RAFAEL TORRES SÁNCHEZ

I

Habiendo transcurrido los numerosos episodios del conflicto, las estudiosas se abocaron a fatigar archivos buscando hechos y sucedidos que cimentaran hipótesis centrales y asteriscos al pie, donde el lector constataría el resultado de separar la palma del tronco: tonantes aserciones combinadas con datos cautelosos y lagunas en letra pequeñita que el sesudo escrutinio prescindía de llenar, relegando las aguas al comentario efímero y ambiguo a fin de mantener la culpabilidad irrecusable del bípedo, sedicioso emplumado, artífice y ejecutor del agujero negro original, el Sol ojo de hormiga en la mañana, las cosas por los suelos, el campo calcinado que inspiró ese arte culinario vengativo de pollos a la leña o bien a la parrilla sobre un ardiente lecho de carbón, radiografía preclara, inconfundible ethos oriental del rebozo y la teja de madera inclinada hacia el piso barrido sin canción.

II

“La imprudencia de Adán” se titula una tesis que le hinca la uña a la entraña, hurgando el estropicio de la lava, donde ondeó la alegría del maíz contra el fondo de una torre eclesiástica, singular como dedo que apuntara hacia el cielo, atrayendo los asnos al vaivén del turismo, el esplín lugareño, la heredad apestada por el pico travieso, el letal usufructo de la bala que oscila en el cuello de brutal entrecejo y la endecha funesta de la pala furtiva que se escapa al retrato en anónimo predio, voltereta impensable de la persecución, flanco débil del feliz argumento que imantara la mención honorífica, preparando los pilones de puntos y los sellos que ostenta la documentación en que lleva la abuela bien atado a la espalda al bisnieto a través del vetusto tendejón familiar de futuro repleto y presente execrable.

III

Llevan las fumarolas extinguidas a grises brevedades, la hierba que matiza el plomizo origami esculpido por el magma al enfriarse, el polvo que le arrancan a la roca los cuadrúpedos vencedores de la sinuosidad impracticable, las víctimas propiciatorias desplumadas en charcos que despiden trabazones de azufre, olfativa memoria que el trabalenguas inicial del nombre vindica en una procesión de anafres y apretadas mazorcas traídas al rincón de la pesquisa en calidad de imagen probatoria y apotegma inflexible y claro, como rayo de luna en el petate y leña fervorosa acarreada del monte. De dónde si no, alegan las ceñudas sustentantes, el principio de la condenación por causa justa, de cuándo acá, sostienen, la ctónica sevicia es algo perdonable.

IV

Sólo la prenda didáctica y azul parece alimentar la duda atroz que mata —dijera el valsecito— equidistante al tópico negruzco de las franjas tejidas en la genealogía maternal. ¿Y si después de todo el cúmulo de tantas y aparentes evidencias sostuviera una visión hechiza del día infausto en que se abrió la tierra y salieron las piedras disparadas a través de ígnea herida, supurando en el aire enrarecido la ácida hostilidad que cuece en los peroles subterráneos una deidad estrábica y andrógina, proclive a los albures y a la devastación? Fina ironía derrocha la inventora del cubilete al regresar saciada a sus cavernas firmando con un búcaro ileso en medio del destrozo ocasionado por su animadversión, sorda a las rogativas y a los lloros que inundan los baldíos extraviados, huérfanos de rincón.

V

Si la suerte lo toca con su vara y se planta delante del jurado a recordar la jornada inolvidable o si el azar se abstiene y se ve orillado a disertar frente a un auditorio reducido al ociólogo local y dos o tres fuereños imantados, con el índice puesto en el acervo que crece sin pesar, el bisnieto dará, parado en la ocasión, pormenores valiosos de la noche instalada a mediodía, el baile que los catres optaron por bailar en lugar de cerrarse en sus tijeras, donde catres había, o la gestualidad verduzca y quebradiza de los petates al ganar la puerta con ademanes locos de gallina asustada que yerra al zigzaguear a donde estira y encoge la cresta enloquecida, el vuelapluma de la generalización gestándose en las aulas, los trebejos mudados con menor aprensión de la supuesta, la entrada o la salida de una época que el crepúsculo indica.

VI

Reavivara el amor un momento las extintas fogatas, regresando al conejo que en las sombras escucha los primeros relatos, la versada nutricia del gemido en la oreja, el extático lóbulo, el temblor de la lengua a la orilla de la extensa pradera diluida, el abismo agridulce en la trémula piel, un naufragio pospuesto, nada más, salazones que exhalan culebrillas de humo, aguacero tupido que al copiar la memoria minimiza el diluvio en garúa sedosa, redoblando en la lámina las baquetas que sonaban en aquel cobertizo de la leña y el furtivo ratón; ha de yacer acaso entre varas de ocote la fugaz permanencia que regresa y se va, escurrida resina que congela en el dorso del tronco el candente furor, la mudanza obligada y de cobre forjado el perol.

VII

Entretanto, empolvado en esbelto anaquel al que lo relegó una banda de guerra acelerada con sus fieros acordes enemigos de la imprudencia ociosa y corralera, duerme un engargolado el sueño proverbial que la eventualidad perturba de repente para estupor de la bibliotecaria. Desde la cima baja el solitario en alas de las uñas que lo alcanzan hasta posarse en las manos curiosas mientras el sol mastica lenta, imperceptiblemente, haciendo una papilla concienzuda a base de respaldos y volúmenes sin excusar la tela en que el volcán vomita la emblemática y mítica partida que los focos resaltan al prenderse, poco antes de chasquear las cerraduras pausando la consulta que le permite cantar al cenzontle unas horas detrás del mostrador, a ras de duela.

 

VIII

De negro riguroso, la integridad es una con el ethos del cuartillaje, sujeto al ostracismo que decretan las pastas y sanciona la espiral metálica y flexible que sube cuando baja y al revés, doblando la cintura invertebrada de airosa bailarina; cada giro que da, cada ingrávida vuelta suspendida en la atmósfera sepia que perforan las lámparas, el sustento regala y prodiga y al volver a la altura del enhiesto anaquel deja un rastro flotando de incidencias que minan por debajo al olvido y cuartean por encima los puentes levadizos sobre el foso que caimanes patrullan y resguarda la feroz dentadura de la amnesia vestida con atávica túnica y herrumbrosa cadena, muy pesada y ganchuda, testaferra del temple, la mejor puntería.

 

IX

La turbosina traduce migraciones, las tesis no le bajan al volumen: alguna serpentina gaseosa en la portada y la palingenesia de la hierba que aviva en los murales alguna geometría dislocada patentizan la culpa ineludible del tristemente célebre, oprimiendo la tecla en inciertas sentencias sacudidas por el omnipresente walkie talkie y la torva chicharra que lo sigue cual búho de Minerva uniendo aula y fogón en una sociedad anónima y rentable. ¿De dónde la salud que ostentan el brillante plumaje, la cresta sonrosada, el inocente pico menos cercano al cráter que al menú? Podrá seguir el hacha todavía oculta en las tinieblas de la edulcoración y en la furia homicida que el estado del arte reconoce al rodar los vagones a través de cuartillas y llenos comedores.

 

X

Lo que fue de los trenes: volverse los cabuses títulos refractarios a caber en el frontis, rechazando la síntesis a cambio de exaltar el mazacote haciéndolo extensible a los epígrafes y los capitulares, conclusiones al frente antes que el desenlace confirme los soportes, las tildes o exhiba simplemente las series de rumores que riegan subterráneas las curvas de la carne macerada, el utillaje de las inquisidoras para quienes no existen amparos ni más apelaciones que el perol donde alas y perniles absorben condimentos realizando el sabor que distingue las pechugas rellenas repartidas en las cuaresmas y en las navidades hasta que un día el punto de inflexión sobrevenga, punteando las íes proverbiales y se abracen el do re mi y el fa sin distinciones y muy alegremente.

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Rafael Torres Sánchez (Culiacán, 1953), poeta, escritor e historiador. Ha publicado numerosos libros de poesía, historia económica con ojo balzaciano y crónica. Reside en Guadalajara, Jalisco.

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