CIUDADES DE LA TIERRA. RECONSTRUIR LAS INSTITUCIONES DEL COMÚN
Necesitamos comprender mejor eso que llamamos tierra. No el planeta sino el suelo, el terruño, el territorio o lugar donde está nuestro arraigo. La tierra no es asunto sólo de la vida campesina, de eso que llaman “zonas agrícolas” o comunidades indígenas; la tierra está ligada siempre a un oficio, barrio, vecindad, creencia, formas de alimentarse, convivencialidad, parentesco o pueblos, siempre en apertura a lo diferente. Como lo dijera alguna vez Karl Polanyi: “Lo que llamamos tierra es un elemento de la naturaleza inextricablemente ligado a las instituciones humanas”. Con la irrupción del capitalismo en nuestras vidas hemos perdido la tierra y las instituciones que se construyeron a su alrededor.
Desde hace siglos la organización de la sociedad capitalista nos dejó a millones de personas sin tierra y por consecuencia no sólo nos privó de producir nuestros alimentos, sino que dislocó todas las instituciones normativas del común. Nuestra separación del suelo provino de su comercialización y de la agricultura moderna. Millones nos convertimos en población industrial. Fue una integración forzada que hoy mantiene en vilo la sobrevivencia de la especie humana y en riesgo a otras especies animales.
En efecto, la mentalidad industrial y sus prácticas destruyeron lo que Polanyi llamó arraigo de las sociedades precapitalistas, que no eran sino las instituciones de la confianza, el entendimiento mutuo y la legalidad comunal. Así nacieron las poblaciones industriales, cobijadas por esa mentalidad de maximizar utilidades de manera individual para vender la falacia de hacer rico a todo mundo mediante el libre paso de bienes y servicios.
El desarraigo fue la clave para la irrupción de la llamada economía de mercado, ya fuera en la Inglaterra del siglo XVIII o en la conquista de lo que ahora llamamos América Latina. Ésa es la razón del actual dislocamiento de la sociedad global. En esa sociedad capitalista no existen instituciones culturales o normativas que ayuden a la gente a defenderse del desarraigo. Por eso aumenta el crimen, las violencias, la destrucción de lagos y ríos, la tala indiscriminada de bosques, la incapacidad para producir alimentos, y resurgen diversos atisbos de fascismo. En esa sociedad la gente siempre está en peligro porque no es capaz de reconocerse en el extraño mundo del capital; en él no existe moral, ni relación humana de comunión, solidaridad y reciprocidad. No existe el común porque los ideólogos de la modernidad nos han convencido de que ya no vivimos en la tierra.
He ahí nuestro desafío del siglo XXI: recuperar la tierra. Pero para avanzar en esa tarea política y moral también necesitamos comprender mejor la ciudad. Ésta no debería confundirse con las metrópolis o conurbaciones de hoy. La ciudad designa un tipo de lugar donde se con-vive con diversas mentalidades y prácticas. Es un lugar construido a partir de lo abierto y el encuentro con las más diversas maneras en que la gente desea vivir. La ciudad es el horizonte de lo posible, no de la planificación. Contra los herederos de Le Corbusier y el evolucionismo ecológico de la vieja sociología urbana, tendríamos que entender la ciudad como un lugar cuya dimensión espacial está interconectada con otros núcleos poblacionales capaces de crear diversas formas de vida.
Las ciudades no son organismos biológicos, sino lugares donde se hace la historia humana. Entonces se construye por la gente, de ahí que siempre se está en disputa en ella. Cuando especuladores o gobiernos dicen que construyen espacios urbanos para la gente es porque son incapaces de pensar la ciudad como el universo de las posibilidades. Por tanto, sus fantasías desprovistas de imaginación se limitan a relacionar ciudad con metrópolis o industria. Por eso creen que los modelos de la llamada “ciudad industrial” creados en Essen, Alemania; Coal Creek, Tennessee; Butte, Montana; Hershey, Pensilvania; Ciudad Pemex, Tabasco; o El Salto, Jalisco, son ciudades en el sentido que aquí designo. No lo son. Actualmente inspirados en la ideología de la “ciudad global”, la mafia inmobiliaria construye verticales, muros y vallas para desconectar la vida social de la ciudad. Crean centros urbanos privilegiados y con ello fronteras, las cuales no sólo borran toda conexión social con la naturaleza y lo cultural edificado, sino que construyen complejos residenciales en términos de raza y clase.
En realidad, con estos modelos la noción política y moral de ciudad sufre una mutación y las diversas formas de vida se degradan por la asfixia que genera el industrialismo. Desde su nacimiento el industrialismo moderno dependió de la tierra. De ahí la ofensiva actual de la agroindustria para acapararla incluida su agua e imponer regímenes alimentarios. Con su ofensiva no sólo se desarraiga y explota a los campesinos, también se les convierte en jornaleros migrantes. Pero la ofensiva agroindustrial, en términos normativos, es un desastre. Sus cacareadas innovaciones no alcanzan a las consecuencias ambientales que deja por doquier.
Desde 1940 los pesticidas de la agroindustria van en aumento. Rachel Carson nos lo advirtió en la década de los sesenta. La permisión del DDT (dicloro-difenil-tricloroetano) desencadenaría el irracional gusto por los tóxicos. Fue así que el sentido de proporción quedó desecho frente a la mentalidad industrial y se gestó una guerra contra todo lo vivo, rociando veneno por campos, hogares, edificios y jardines, condenando a todo tipo de enfermedades a animales humanos y no humanos. Si en los alimentos hay residuos de hidrocarburos clorados, mercurio y organofosforados, en nuestros hogares hay PVC (policloruro de vinilo) causante de linfomas, cáncer de hígado, pulmón, leucemia, cirrosis… también compuestos perflourados que dañan riñones e hígado… ésos que están en las bolsas de palomitas y en sartenes de teflón.
Frente a estos hechos seguimos pasivos porque los ideólogos del progreso nos insisten en que ya no vivimos en la tierra. Nos presentan un mundo esterilizado, higiénico e hipertecnologizado que acrecienta nuestra comodidad a costa de destruir la biodiversidad. Sin embargo, a pesar de que se arengue todos los días sobre este mundo posindustrial, posthumano o sin tierra, seguimos dependiendo de ésta. Todavía necesitamos comer. De hecho, las metrópolis de hoy son grandes monstruos hambrientos. No debería sorprendernos que la cuestión alimentaria es uno de los desafíos que hoy enfrentan los Estados y la gente común. La alimentación es una cuestión de la tierra, pero nuestra débil voluntad de vivir lo ignora porque confundimos la ciudad con el parasitismo burgués que divide la espacialidad humana en zona rural y urbana.
Es por esta razón que conceptualizamos las ciudades de la tierra. No es por mero idealismo, es porque en realidad éstas han estado presentes en la historia reciente, sea en forma de teoría o en la práctica. Aparecen atisbos de éstas en los relatos de los socialistas del siglo XIX y en algunos de sus experimentos como los falansterios, huertos familiares y cultivos urbanos. En el siglo XX están en los huertos de la guerra británicos, los solares madrileños, los huertos comunitarios en Nueva York, la agricultura urbana en La Habana y Detroit, el movimiento huertero en Argentina y México.
Y conviene conceptualizar la idea de ciudades de la tierra porque remite a las instituciones morales de la gente común. Desde hace siglos esta idea se ha defendido contra el desarraigo. Lo ha hecho mediante motines de subsistencia, reclamos normativos de la costumbre e insurrecciones campesinas. Bien podría decirse que ha defendido la tierra, esto es, las instituciones del común. Entonces una práctica urgente para recuperar la tierra sería reconstruir estas instituciones en la ciudad. Si la ciudad designa un lugar construido a partir de lo abierto y el encuentro con las más diversas maneras en que la gente desea vivir, en ella cabe el común. ¿Y qué es el común? La forma de vida sin derecho a la propiedad de la tierra, del suelo, del territorio, del terruño o del lugar donde se mantiene la socialidad entre humanos y éstos con vida no humana.
Debe decirse claro, el común no son las cosas públicas, ni las propiedades comunes, sino el conjunto de relaciones humanas exentas del dominio de las cosas vitales. El común es la forma de vida sin derecho a la propiedad de las cosas necesarias para hacer la ciudad. Por tanto, no es copertenencia, copropiedad o coposesión. Entonces hay común sólo en las prácticas sociales que parten de la idea de lo inapropiable. Con el común se crean instituciones porque es resultado de un quehacer de personas que establecen formas de vivir compartidas no exentas de conflicto o tensión. Con el común se descubre la vida sin propiedad, esto es, sin el dominio de las cosas, y aparece la noción de inapropiabilidad para entender el uso de las cosas. El uso es una relación con el mundo en cuanto inapropiable, genera un ethos y posibilita instituciones como forma de vida fundada en el arraigo siempre abierto a la alteridad. Por tanto, no es un derecho el que surge de las prácticas del común, sino una experiencia de descubrimiento: una relación con el mundo en cuanto inapropiable.
Pues bien, con las instituciones del común se podrían generalizar ciudades de la tierra o lugares vivibles incluso a gran escala, siempre y cuando en éstos exista la apertura a lo diferente, poroso, inacabado, incierto y comunicable cara a cara. Así podríamos comprender la ciudad e incluso disfrutarla. Ella sería legible porque nos orientaríamos en sus territorios creados y recreados en la cotidianidad de la gente. La noción de ciudades de la tierra remite a eso. A luchar contra el desarraigo mediante las instituciones del común.