FRONTERA Y LENGUAJE
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En la vida de las palabras, Ciudad Juárez es un vasto y poderoso salar capaz de derribar fronteras idiomáticas y trascender otras gracias a la geografía y amalgama de su imaginario popular. Cochar es un término referido a la acción de hacer el amor y bien cura alude al adjetivo de muy divertido. Hijas errantes del habla profana, ambas acepciones han sobrevivido al margen de la ley y muy lejos del juicio del decálogo universal. En esa ruta, los neologismos juarenses aluden la existencia de una zona en mangas de camisa, sin mucho tiempo para la hipérbole y extraña al uso metódico del hipérbaton. En abono a la llaneza y buena salud de todas sus herejías, los fronterizos han sido festivos habitantes de la guasa y la carrilla. Sin miramientos, le han tirado dedo a la labia académica y se han negado a pactar con el boato y los artificios de la letra escrita. En su larga historia de insumisión, sacaron a flote las patrañas de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, se mofaron de su falsa dicción y dejaron al descubierto su prédica embustera. De este conquistador, se dice, fue un malogrado aventurero que cruzó por rutas marítimas y terrestres equivocadas. Decenas de sus acompañantes murieron de hambre y sed y sus barcos zozobraron a cientos de millas de Ojinaga, un pueblo fronterizo de ardientes brechas y azaroso e imponentes cañones.
Quizá sea ése el origen de la escama que esta tierra guarda con respecto a los catrines Montblanc, esos míster dilectos y de levita que la Academia ha confeccionado como defensores de la pureza gramatical.
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Bajo la luz más deslumbrante del planeta, para los residentes del desierto son innecesarios, diría inapetentes, los enredos de la perífrasis. Sin embargo, su sombra no ha oscurecido el florecimiento de la expresión poética, cuya disrupción sigue trazando en estas tierras desde paisajes alegóricos —irisados de fábricas expoliadoras, ruteras paleolíticas y suburbios depauperados— hasta viajes salobres de una diáspora remota reencontrada en el vientre de una ciudad maternal. La frontera hace el paro en virtud de su inapelable heterotopía, acoge lo ajeno como propio y se repiensa más allá de los límites de lo imaginado.
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Ciudad Juárez es una ciudad transcontinental nacida en el lecho del río Bravo y contigua al país más poderoso y racista del orbe. Abrir la casa de las palabras en esta esquina del mundo significa acceder a otras que alumbran una zona en la que los extremos disipan sus rivalidades para alcanzar cierta paz. Norte y sur constituyen en los límites puntos de encuentro. Confluencia paradójica, las alegorías en el desierto vagan desnudas como ánimas incomprendidas en búsqueda de su antiguo encanto. En una zona plana y desértica, los circunloquios son innecesarios. Con un Quehúbole como saludo y Todo serio como respuesta es suficiente para no indagar más acerca de las intimidades comprometedoras de lo privado. Sin embargo, la franqueza norteña, como se conoce, no es un asunto sólo de la razón. Cómo podría serlo si sus querencias son parte de un mapa de largas y tortuosas travesías con las que los pueblos insurrectos marcaron el porvenir.
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La rebelión del lenguaje no es sólo cuestión de destreza en boca de expatriados. Es esgrima con que se batalla y resiste en regiones extremas dominadas por el dinero. Hacer varo, darse baño, camellar, chuletear, pushar, botanear, whashar, tirar al lión, dar el volteón, apañar, hainear, yonkear, dompear, enranflar son voces sucintas que recrean experiencias vitales en el bordo. Representan asideros que son a la vez suma de hábitos gozosos en una ciudad donde los temores parecen infundados y las amenazas contra la existencia se han normalizado. En estos sitios, hay que decirlo sin recelo a equivocarse, se le teme más a la “chota culera y a los tránsitos abusones” que al narco elevado en sus trocotas novelísticas y desmesuradas.
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En tierras baldías, como la nuestra, las aves migratorias detienen su vuelo. Depositan su sello identitario en las profundidades de la arena para evitar que lo efímero prevalezca sobre lo irrevocable. Mientras, los juarenses erigen ermitas placenteras para crecerse sobre sus propias flaquezas y recrearse sin que les tiemble su hibridismo fantasmal. En este entorno cobra sentido la frase tirar barra, una expresión que reafirma el hecho de estar a gusto, de asirse a un lugar determinado, mientras se disfruta uno de los más preciados sinónimos del ocio: tirar hueva. Su significado remite no sólo a la comodidad de un sillón frente al televisor, con unas guamas en el refri, sino a lugares inevitables destinados al remanso y a la tregua del caos social. Cercadas por la inclemencia de climas extremos, las Barras en Ciudad Juárez son sitios complacientes donde sicólogas en minifalda sirven tragos a viejos solitarios en busca de cobijo ante los desafectos de la vida familiar.
Y si a este salto dialógico le faltara algún otro ingrediente muy local, hemos de decir que en Don Beto hay una heroica mesa de billar y que en el Gato Félix existe una fulgurante rocola frente a la que la clase proletaria reivindica su derecho a la fiesta.
No tan lejos de ahí, en una calle sombría del centro de la ciudad, en su interior vibra el Viejo Oeste, una barra donde hermosas hembras vestidas de buchonas sirven cerveza y carne asada los domingos a esos otros enfermos del corazón.
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A los zarpazos de la ira, convertida en odio contumaz —que alguna vez asaltó al cuerpo como monstruo despótico en los eriales—, debe también atribuírsele la germinación y brote de nuevos signos del habla. Entre 2007 y 2011, uno de los periodos más oscuros y descarnados que recuerden los juarenses, los bares y cantinas fueron blanco favorito de la violencia homicida. Muchas de estas basílicas fueron quemadas y del reguero de muertos dejados entre sus muros, los vivos reinventaron un verbo fatal: sicarear. Sin rodeos, dicha conjunción resignificó el rostro de una ciudad melancólica y sin ley atrapada entre las fauces de la impunidad policial.
En una ciudad donde los recelos se exorcizan mediante el colmillo de la filosa carrilla —método del homo ingenius que disipa broncas a punta de risotadas y que en muchos casos evita que la sangre llegue al río—, se escucha la voz de un joven que le grita a otro de calle a calle: “¡No te había visto, morro!; neta, ¡pensé que te habían sicareado!”. De la frase salta la huella verbal, el registro cognitivo de la violencia envuelta en el árido celofán de la ironía fronteriza.
Enranflar es una derivación de la palabra ranfla, un pochismo, cuya raíz idiomática proviene del verbo inglés to run. Su uso en las zonas fronterizas del norte mexicano adquirió carta de naturalización a la sombra de los pachuquescos años de mediados del siglo pasado. Sin embargo, en los suburbios de Ciudad Juárez, me dice Ricardo Luna, un desobediente lingüista del bordo, enranflar alcanzó ominosa notoriedad a raíz de que la violencia ganó las calles. De hombres sometidos por la fuerza e introducidos a las partes traseras de los vehículos en una noche oscura y helada se decía que habían sido enranflados.
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Cuando los artistas de abajo escalan las cúspides del poder y recuperan las tablas de expresión que les han sido arrebatadas, hay mucha rebeldía en su contenido. Su declarada irreverencia en el uso del lenguaje frente a las cámaras puede interpretarse como testimonio de su desazón de ser parte de una escena que usa los efectos de la risa para contener la ira de los marginados. Es el caso de Tin Tan, nuestro Pachuco mayor, cuya irreverencia discursiva impactó la cinematografía mexicana de mediados del siglo pasado.
Nacido en la Ciudad de México, pero creado en las veredas urbanas de la frontera juarense, Tin Tan cautivó al país y al resto de las audiencias latinoamericanas mofándose de sus clases encumbradas. Señas del lenguaje fronterizo, aparecieron en el celuloide en boca de un comediante que no se ceñía al libreto ni a la historia original y cuya actuación insistía en desacralizar al status quo, guía natural de una burguesía robusta y oronda de la época.
Mientras las clases altas reían a hurtadillas y calificaban, a la hora del té, la actuación tintanesca como producto de los arrabales, el actor ahondaba en lo profano y conquistaba el trofeo del artista más taquillero del momento con las manos en la cintura.
Entre la fuerza y candor de una dramaturgia surgida de los sótanos, Germán Valdez adelantó en décadas al cine mexicano, incluso en contra de los prejuicios de clase de sus propios productores. En tiempos en que el país suspiraba por dejar atrás su rastro rural y el PRI se imponía como modelo de poder vertical y homogéneo, Tin Tan derribaba fronteras lingüísticas y barreras estéticas que la pantalla gigante y después la televisión aprovecharían para ganar adeptos y afianzar su causa como nuevos y poderosos medios de control social.
No fue su gesticulación desmesurada ni su llamativa vestimenta a lo Zoot Suit lo que llamó la atención de algunos intelectuales acerca del desarrollo del actor en el plató. Carlos Monsiváis puso el acento de la crítica en una semántica llevada al cine por primera vez por un artista fronterizo. El ensayista calificó a Tin Tan, el vato surgido del barrio, como “el primer mexicano del siglo XXI”. Sustentó su tesis al señalar que Germán Valdez “hablaba spanglish”, la lengua del futuro y por lo tanto “algo muy nuevo” en la pantalla.
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Regreso del panteón en que lo explícito ha pretendido enterrar la inventiva de las palabras. Estaciono el auto en las inmediaciones de Satélite y caigo en la cuenta que los barrios y sus voces han sobrevivido a todas las batallas. Con el viento helado del último invierno en la cara, confirmo su presencia. Los satelitienses siguen allí en el nororiente fronterizo. Amantes de la épica, persisten en la memoria con su acento y caló inmunes, como muchos otros pobladores tatuados por la historia de las villas marginales. Los escucho y me parecen ser miembros de una comunidad parlante que se cose aparte. Hijos de las palabras, diría Cristina Pacheco, conversan en las trastiendas de esquina en espera que Antonio de Nebrija se atreva a cruzar sus puertas. El desafío probaría si el caudillo de la lengua es capaz de sacudirse de la marca displicente de la vieja retórica. De aceptar el reto, tendría que acudir a la cita despojado de su clásica arrogancia. Habría de asistir dispuesto a vestir un nuevo ropaje. Uno más ligero, rebelde y luminoso. Se trata sólo de caminar a la par de esas otras voces seglares y reconocer la diversidad de una era gramatical, cuya semilla —ciertamente venida de lejos— sigue germinando en los eriales.