USO Y ABUSO DEL HUIPIL / 322 — ojarasca Ojarasca
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USO Y ABUSO DEL HUIPIL / 322

Un efecto colateral de la indiscutible, aunque ardua y aún insuficiente emancipación cultural y política de los pueblos originarios de México, lo constituye la utilización de “lo indígena” con claros tintes propagandísticos o comerciales ajenos a dichos pueblos y sus expresiones auténticas. El manoseo discursivo y fotográfico de figuras como el bastón de mando y las ofrendas a la Madre Tierra, puntualmente matizado y criticado por intelectuales indígenas, voceros comunitarios y especialistas, se manifiesta de manera coyuntural, adecuado más a la forma que al fondo de lo que dichas expresiones ancestrales significan en el ámbito de lo real y lo sagrado.

En estos escenarios un tanto irreales, o como quiera desvinculados de las comunidades originarias y su incesante diáspora a las ciudades y los campos del norte, algo que no desaparece es el huipil, holgada prenda habitualmente femenina de fuerte carácter identitario, suerte de estandarte regional. Al paso del tiempo, en diversas formas fue adoptado como blusa por mestizas y mulatas de Veracruz, Guerrero, Jalisco, Puebla, Tlaxcala, y hoy puede decirse que el huipil se usa en todo el país (sin contar al resto del área mesoamericana, señaladamente Guatemala, donde la riqueza de bordados es portentosa).

Podemos hablar de “modas”. Incluso de nuevos usos y costumbres entre la pequeña burguesía ilustrada, las clases medias, ciertos sectores de la burguesía y el poder político. O no tan nuevos, como es el caso del huipil. Sólo que se le ha concedido un valor iconográfico central en las campañas políticas que dominan hoy con su insaciable grilla la atmósfera ciudadana (redes sociales, espectaculares, volantes, publicidad en televisoras y medios impresos, el ruido que domina las conversaciones). No es tan reciente el uso pluricultural y pluriclasista del huipil. El ícono nacional Frida Kahlo trae el huipil integrado. Por más de un siglo ha servido como prenda, a veces de gala, para artistas, académicas e intelectuales con talante nacionalista.

Hacia 1970, María Esther Zuno, esposa del presidente Luis Echeverría, a tono con el indigenismo reloaded de aquel gobierno, adoptó huipiles y bordados tradicionales como parte de su indumentaria, imponiéndola en no pocas consortes del gabinete presidencial. Con altas y bajas, desde entonces el huipil ha formado parte del vestuario de las primeras damas y los estilos oficializados por ellas. Paloma Cordero de la Madrid llevó en ocasiones vestidos de algodón de inspiración jarocha, Martha Sahagún de Fox favorecía estilizados vestidos y blusas de diseño exclusivo con bordados de Zinacantán y Oaxaca, Margarita Zavala de Calderón portaba vistosos rebozos para mayor distinción. A las gobernadoras de Yucatán, Guerrero y otras entidades folclorizables les viene útil la vestimenta huipilera. Es ya clásica la imagen de la priísta Beatriz Paredes en tremendo huipil. En fin, que huipil y rebozo, así sean intervenidos por modistas, tienen su historial en las imágenes del poder.

Ahora han cambiado ciertas cosas. Hay candidatas, no consortes, mientras el avance de los pueblos originarios para alcanzar reconocimiento ha progresado extraordinariamente a partir de 1992; cabe subrayar el protagonismo de las mujeres en todas las resistencias. Inolvidables y legítimos íconos son las juchitecas retratadas por Graciela Iturbide, los encendidos huipiles andreseros de la comandanta Ramona, el sobrio huipil huixteco de la comandanta Esther al dirigirse al Congreso de la Unión en 2001. Creadoras, feministas, periodistas, maestras, luchadoras sociales, lo mismo que estudiantes y amas de casa, visten habitualmente con dignidad huipiles originales y prendas de confección tradicional indígena. Grandes defensoras del buen gusto indígena fueron Ruth Lechuga y Victoria Novelo.

Se ha generado un debate al respecto, sobre todo desde el feminismo, cuestionando el uso generalizado y trivializante de estas prendas de valor cultural, artesanal e identitario. Si la pieza es original, idealmente debería reconocerse a la creadora por su nombre y localidad de origen. Incluso hay quienes sugieren que las usuarias no indígenas tendrían menos “derecho” a lucir tales prendas. En este ámbito también se ha dado la defensa de la propiedad intelectual de bordados y diseños mixes, tarangos, tsotsiles, tehuanos, wixaritari o ñomndaa. Transnacionales como Kimberly-Clark (nada menos que de Claudio X. González, perfecto representante de la blanquitud capitalista) o diseñadores de boutique clase mundial han robado diversas creaciones sin dar crédito, pagar ni sufrir consecuencias legales por sus actos de piratería.

Todo esto para aterrizar en las campañas electorales en curso. Ni las candidatas a la presidencia y el gobierno de la Ciudad de México del partido en el poder, ni la abanderada de la oposición, empresaria transnacionalista de origen ñahñú, pueden prescindir de la prenda. ¿Nos aprestamos a ver la batalla de los huipiles? La deseable inclusión puede ser sólo publicitaria. Ellas y quienes las rodean en sus comerciales andan de huipil con gran frecuencia. Otra franquicia partidaria basa sus anuncios, jingle de por medio, en el baile grupero de un chamaco wixárika a quien unos extraterrestres abducen y lo regresan con tenis fosfo-fosfo, anunciando en traje de huichol la inminente felicidad nacional.

¿En qué punto el “respeto” a lo indígena se vuelve una falta de respeto? La manipulación visual de la vestimenta tradicional de los pueblos no traduce necesariamente la consideración de la verdadera dignidad indígena, llegando a veces a significar lo contrario. El ensalzamiento ornamental de los atavíos tradicionales puede disimular el autoritarismo gubernamental —como en el sexenio de Echeverría y la “compañera María Esther”—, el mercantilismo, la corrección política, la demagogia de temporada y siempre la negación de fondo a la autodeterminación indígena.

La buena noticia es que mujeres de diversos estratos sociales valoran como nunca antes las creaciones artesanales y artísticas de las bordadoras indígenas, quienes tampoco se encasillan, sus diseños y colores experimentan cambios. En los mejores casos ello abona el buen gusto de la población. La mala es que, al montarse en “lo bonito indígena”, se abren puertas a la simulación, el despojo cultural y el abaratamiento de una legítima expresión de las artes aplicadas propias de los pueblos originarios.

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