EL LÁTIGO TIENE MUCHAS MUECAS / 324 — ojarasca Ojarasca
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EL LÁTIGO TIENE MUCHAS MUECAS / 324

AIMÉ CÉSAIRE

Me rehúso a hacer pasar mis expansiones por auténticas glorias. Y me río de mis viejas imaginaciones infantiles.

No, no hemos sido amazonas en la corte del rey de Dahomey, ni príncipes de Ghana con ochocientos camellos, ni doctores en Timbuktú cuando Askia el Grande fue rey, ni arquitectos en Djenné, ni madhis, ni guerreros. No sentimos en nuestras axilas la comezón de quienes alguna vez portaban lanza. Y ya que he jurado no esconder nada de nuestra historia (yo que nada admiro tanto como un cordero pastando en la tarde bajo su propia sombra), quiero confesar que siempre fuimos lavaplatos poco distinguidos, limpiabotas a ratos, y cuando mucho curanderos bastante conscientes, y que el único registro que mantenemos es nuestro poder de resistencia en los pleitos nimios…

Por siglos este país ha repetido que somos bestias brutas; que el ritmo del corazón humano se detiene ante las puertas del mundo de los negros; que somos composta viviente ofreciendo de un modo repugnante la promesa de la caña tierna y el algodón sedoso. Nos marcaron con hierros al rojo vivo y nos hicieron dormir en nuestra mierda, nos vendían en las plazas públicas y una yarda de paño inglés y un poco de carne irlandesa salada eran más baratas que nosotros. Mas este país se mantenía callado, en calma, diciendo que el espíritu de Dios habitaba sus actos.

 

Nosotros, vómito del barco de esclavos.
Nosotros, carne de caza en Calabar.
¿Te tapas los oídos?
Nosotros,
¡Nosotros, llenos a reventar de oleaje, de chubascos y niebla inhalada!
Perdóname compañero torbellino.


Escucho cómo se levantan de las bodegas maldiciones encadenadas, el jadeo de los moribundos, el sonido de alguien arrojado al mar… el aullido de una mujer dando a luz… el rasguido de uñas que avanzan sobre las gargantas, la mueca del látigo… cómo hurgan las alimañas entre los cuerpos agotados…

 

Nada nos puede alzar a la noble y desesperada aventura.
Amén. Amén.
No tengo nacionalidad alguna que hayan contemplado las cancillerías.
Desafío entonces el cranéometro. Homo sum, etcétera.
Y puede que ellos sirvan, traicionen y mueran.
Amén. Amén. Eso estaba escrito en la forma de sus pelvis.
Y yo, y yo.
Yo que canté con el puño apretado
Debemos contarles cuánta longitud llevaba mi cobardía.
En un tranvía, una noche, frente a mí, un negro.

 

Era un negro alto como un pongo,* y que intentaba hacerse chiquito en el asiento del tranvía. En ese mugroso asiento del tranvía él intentaba abandonar sus piernas gigantes y sus temblorosas manos de boxeador hambriento. Y todo lo había abandonado, estaba abandonándolo. Su nariz era como una península que se desprendía de sus amarras; incluso su negritud perdía su color por efecto del disolvente de los curtidores. Y la curtiduría era la Pobreza. Un gran murciélago súbito de orejas largas cuyas marcas de garras en esa cara eran cicatrices, islas costrosas. O tal vez la Pobreza era un trabajador incansable torneando algún deformado embalaje. Podías ver con claridad cómo el aplicado pulgar malevolente había modelado un bulto en la frente, había perforado dos túneles —paralelos y perturbadores— por la nariz, resaltado la desproporción del labio superior, y por un golpe maestro de la caricatura había planeado, pulido, barnizado, las más pequeñas y prolijas orejas de toda la creación.

 

Era un negro desgarbado, sin ritmo ni métrica.
Un negro cuyos ojos inyectados de sangre se entrecerraban de cansancio.
Un negro sin vergüenza, y sus grandes dedos malolientes sonreían desde la profunda guarida abierta de sus zapatos.
La Pobreza, debe decirse, se ha empeñado con grandes esfuerzos en terminar con él.
Le ha ahuecado las cuencas de los ojos y las tiñó con cosméticos de polvo y lagañas.
Le ha estrechado el espacio vacío entre el sólido gozne de las quijadas y el hueso de una vieja mejilla degastada. En ella la pobreza había plantado las relucientes cerdas de una barba de varios días. Ella había ensombrecido su corazón y torcido su espalda.
Y toda la cosa se conjuntaba en un negro perfectamente horrendo, un negro malhumorado, un negro melancólico, desplomado, con las manos cruzadas como rezando sobre un palo nudoso. Un negro cobijado en una vieja chaqueta raída. Un negro que era cómico y feo, y tras de mí las mujeres se burlaban al verlo.
Era cómico y feo. De hecho era cómico y feo.
Y yo lucí una gran sonrisa de complicidad.
¡Mi cobardía redescubierta!

Me inclino ante los tres siglos que respaldan mis derechos civiles y mi sangre menospreciada.

*Orangután en idioma malayo

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Aimé Césaire, trascendental poeta en lengua francesa, nació y murió en la isla caribeña de Martinica (Basse-Pointe, 1913-Fort de France, 2008). Como pensador y político impulsó siempre el concepto de negritud.

Ofrecemos un pasaje de su obra maestra, Cahier d’un retour au pays natal (1939), a partir de la versión inglesa de John Berger y Anna Bostock (Return to my native land, Archipielago Books, Nueva York, segunda edición, 2022).

 

Traducción: Ramón Vera-Herrera

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