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EL ESTRUENDO Y LA FURIA. BANDAS CONTRA HOTELEROS EN MAZATLÁN

RAFAEL TORRES SÁNCHEZ

UNO

Comenzó, a principios de marzo, como una desavenencia originada por un aviso que prohibía la contratación de bandas para tocar en la playa frente a cierto hotel. La restricción, explícitamente, se dirigía a los huéspedes, no a los músicos, a quienes ni se prohibía que tocaran ni, menos, que transitaran por la arena en busca de clientes. Después de todo, en la zona dorada de la Perla del Pacífico no faltan diletantes de esa música, a diferencia de otros que se registran no únicamente en las recepciones de la zona dorada sino también más abajo, en áreas plateadas y, finalmente, cobrizas —siguiendo a la edad de los metales— del puerto, especialmente en Olas Altas y playas aledañas, separadas de los altos y chaparros ventanales y balcones por el malecón y la Avenida del Mar.

En pocas horas, atizada por las redes sociales presas de la piromanía chauvinista y xenófoba, la desavenencia se convirtió en estira y afloja entre los representantes de las bandas, los conjuntos norteños, las autoridades municipales y los empresarios hoteleros. Uno de ellos, dado al protagonismo, tomó la palabra para exigir, frente a las cámaras y a propósito del estrépito que crispa los nervios de numerosos turistas, amenazando con precipitarlos en una temida e indeseable fuga, que cese de una vez por todas el escándalo omnipresente en el puerto, aunque en su diatriba sólo entraran las bandas playeras, el transporte público y los vehículos particulares. Ernesto Coppel Kelly, el multimillonario mazatleco fundador y presidente del Grupo Pueblo Bonito, serie de hoteles y resorts de lujo ubicados en varias entidades del país, de los que él mismo es dueño, olvidó el paseo de los decibeles del jueves por la noche, en el que autos de numerosos y diversos modelos, motocicletas, pulmonías profusamente iluminadas, aurigas, como se les dice a los descendientes mecanizados de las desaparecidas arañas, a las que Martín Luis Guzmán les dedicara uno de los capítulos de El Águila y la Serpiente, camionetas y otros vehículos compiten de manera tácita para ver cuál de ellos lleva a cuestas, a vuelta de rueda, la bocina más potente a lo largo del malecón, durante el horario prescrito por las autoridades municipales, a fin de que a las diez de la noche los carruajes del cortejo salvaje recuperen su forma original de calabazas y la calma acaricie con su brisa las persianas de hoteles y condominios, caserones pasados de moda y pequeños departamentos que aún se resisten a la venta desventajosa inducida por una gentrificación que la mojiganga enardecida reduce vaga y líricamente a un problema de estilos musicales, si cabe la expresión —la genuina tambora tradicional, prácticamente extinta como el callo de hacha, tocaba por nota—: banda contra música clásica, a la que, por definición, tacha de extranjerizante, situando al frente de esa quinta columna vista como una amenaza que es urgente conjurar mediante la expulsión de sus efectivos, a los estadunidenses, sin mayor distinción ni matiz. Uno de los memes que circuló en las redes mostraba, en esta esquina, a una banda, y en esta otra a Mozart, acompañado por las notas del Allegro. Tal cual.

Como el pudiente de la hotelería, la mojiganga, que saltó velozmente del estira y afloja virtual a la Avenida del Mar, pasando en el trance de los gritos feisbuqueros al do de pecho potenciado con amplificadores, no escapa a la amnesia ni a las imprecisiones, en virtud, tal vez, de que para ella la Plazuela Machado y las numerosas manzanas que la circundan, remozadas de dos décadas a esta parte y propiedad en su mayoría de estadunidenses avecindados en el puerto, rebasan las fronteras de su interés o están vetadas por los reglamentos municipales y la policía que vigila su cumplimiento minimiza el proceso de desplazamiento social y apropiación del espacio privado —y público, por tácita extensión— confinándolo en el cuadrilátero del clamor fajador y el sosiego contra las cuerdas.

En aquellos rumbos machadianos otrora populares y de clase media, la borrachografía es impotente a la hora de sumar contrataciones exprés y jolgorios huracanados. El contraste auditivo entre ese perímetro y las playas sumidas en una saturnal interminable, según el teodolito de la empresaria Cristina Ibarra Sinclair, es palmario, tanto como los precios elevados de los restoranes, bares, heladerías y cafés, entre otros giros mercantiles que funcionan en un ambiente tranquilo y seguro, hasta donde es posible. Efectos de la gentrificación que la parada festiva y relajienta reduce al enfrentamiento pugilístico del blanco, mentón apoyado en un violín, y el negro, constreñido por la boa metálica de la tuba, bello y potente instrumento exigido al máximo por el estrépito que la desvirtúa, llevándola a crispar los nervios no sólo de los turistas extranjeros de alto poder adquisitivo a los que se refiere el indignado empresario Coppel Kelly en su alegato contra el ruido, sino también a numerosos visitantes nacionales menos inclinados a la estridencia que a la armonía rítmica y melodiosa. Al exigirle a las autoridades que apliquen las leyes y regulen de una vez por todas la farra interminable, el propietario de Pueblo Bonito no propone nada edificante y que preserve la fuente de empleo al servicio del turismo nacional afecto a los filarmónicos playeros, clientela que viene a Mazatlán “a destramparse”, según otro feligrés del guateque a grito pelado. ¿Cómo podría suceder de manera distinta? A la exigencia empresarial la motiva, naturalmente, la “creación de riqueza”, dice ingenuamente el empresario que se acompaña de la guitarra para cantar El corrido de Mazatlán, conocedor de otras letras de la tradición musical sinaloense guardadas en el baúl de la íntima tristeza reaccionaria para cuando se ofrezca entonarlas. Como si el capital, en lugar de apropiarse de la riqueza generada por el trabajo humano, la creara sin explotarlo, con un toque de varita mágica. Nada más fácil, según el acaudalado y extrovertido magnate de ascendencia alemana, como las propias e itinerantes bandas que tanto le molestan por el riesgo que implican para las utilidades de sus resorts y hoteles de lujo, que ponerles un hasta aquí mediante la aplicación de las leyes. ¿Construir un bandódromo? Bonita ocurrencia que preferiría dejarle a las autoridades. Éstas, ni tardas ni perezosas, han colocado ya los primeros ladrillos de tan importante edificación, mediante el acuerdo alcanzado con los ejecutantes del clarinete y el trombón ajenos a la partitura y al atril: podrán tocar en las playas hasta la diez de la noche —primero se habló de las diecinueve, luego de las veinte y por último de las veintidós horas— y, alcanzado el límite, deberán irse con su murga a otra parte, una glorieta y un estacionamiento habilitados para la juerga junto a un hotel, para colmo de bienes, ubicado en la disputada zona áurea. De esa forma persiguen las autoridades que los filarmónicos de la arena y el solazo se bajen de la yegua bronca del regionalismo agresivo y fundamentalista: al que no le guste la banda y quiera descansar, mejor que se quede en su casa, ha vociferado en días pasados otro de los trashumantes del jaleo con todo y micrófono, por si hiciera falta. “Somos rehenes del turismo”, —advierte Ibarra Sinclaire. “Esto va más allá de la banda. El tráfico, la falta de agua en las colonias, el peligro de chocar y otros. La gente ‘ahogada’. Es un ambiente pesado”. ¿Ser empresaria anula la razón que asiste al malestar generalizado que prefiere no expresarse para no irritar más a la mojiganga desbocada? ¿Y si lo dijera un profesor o un artista plástico o un músico de cámara o, vaya, un solitario de la contemplación crepuscular y el pelícano que se mece en la boya? ¿A la hoguera con ellos también por amátridas y enemigos de los valores y tradiciones culturales de la Perla del Pacífico?

Para el capital las obras sociales nunca han sido prioritarias, salvo las que eventualmente realiza la filantropía interesada en la condonación de impuestos, cuando no, de plano, en la permisibilidad hacendaria que favorece el rodeo de las obligaciones fiscales sin mayores consecuencias. Por más que el estruendo y la furia que incendia el diario que a diario del puerto mazatleco afectando a propios y extraños, y aunque la precaución resignada estuviera en la base de la reticencia a criticar el paso del convite frenético que sigue creciendo, como los decibeles —se habló de una amenización multitudinaria denominada “El eclipse de los gentrificadores”, aludiendo al suceso astronómico del ocho de abril y al destierro de la gallina de los huevos de oro, convocando a establecer el récord Guinness de la mayor tocada de banda sinaloense del mundo, puntada y campanazo geográfico incomparable—, son numerosas las personas que, diferencias de por medio, coinciden en que es necesario, saludable e impostergable el acotamiento del estrépito ambiental porque a Mazatlán se viene a pistear, a oír la banda, a consumir aditivos para impedirle la entrada al amanecer que termina con todas las fiestas, mi gusto es / y quién me lo quitará, y si lo intenta, como el presidente de Pueblo Bonito —no mágico, ya que los precios de sus establecimientos enclavados en playas mazatlecas y de otros estados del país como Baja California y Quintana Roo, además de sitios alejados del mar que siempre recomienza, San Miguel de Allende entre ellos, son estratosféricos para el turismo nacional de la media hacia abajo, ese que pa’rriba voltea muy poco—, en su salud lo hallará. Y como pa’bajo no sabe mirar el fundador y presidente de Pueblo Bonito, tampoco se acuerda de la Isla de la Piedra que, nombre es destino, en cuanto a servicios turísticos se encuentra en el Paleolítico. Un solo hotelito funciona allá, por el momento, y las nubes de vendedores que sobrevuelan las mesas de las palapas como gaviotas al camaronero cuando no hay piojillo y el barco traspone la rada con los depósitos pletóricos del crustáceo, vuelven insostenible una comida sin sobresaltos, un chapuzón relajado o la admiración arrobada de la inmensidad salobre. Unas cosas por otras, de modo que, sin abrirse paso a codazos, las bandas pioneras no tienen necesidad de embarcarse para estremecer dos o tres de aquellas palapas en virtud de que, en rigor geográfico, La Piedra no es isla, y al no serlo permite el acceso en auto, motocicleta, camioneta, incluso camión. Hace menos de una década eran pocos los vehículos de motor que circulaban a través de la calle polvorienta. Pero parió la abuela y a ver cuándo se plantan los primeros semáforos y se tienden las primeras banquetas. Tal vez los hoteles lleguen con ellos bajo el brazo, como la torta de los nietos. Por lo pronto, el visitante tiene que ver hacia todos lados a fin de preservar su integridad física entre las nubes de polvo levantadas por motos, autos, cuatrimotos, tractores y bicicletas que ruedan juntos y revueltos por la única calle encementada del lugar dándole duro al escape abierto, al fin y al cabo el ruido ya fue reconocido entre los rasgos de identidad cultural sinaloense, independientemente de los metales con fotografía tamaño credencial como identificación civilizatoria.

 

DOS

A principios de los últimos años noventa, en ocasión de impartir un curso en cierto posgrado sostenido coyunturalmente por la Universidad de Santiago de Cuba y por la Universidad Autónoma de Sinaloa en una de sus sedes mazatlecas, fui invitado por los estudiantes a cenar, como se acostumbra —o se acostumbraba— celebrar el término de tales actividades escolares. El restorán que escogieron los alumnos lindaba el rumbo de La Marina. La iluminación y la euforia apenas dejaban ociosas las copas y las botellas de cerveza. La estridencia ambiental no permitía la charla, salvo a gritos, y eso a fin de articular alguna frase deshilvanada, disparar una broma al vecino de silla o tirarse de cabeza en la carcajada que todo, poco más o menos, estandariza en la famosa neutralidad valorativa referida, para el caso, a una noche de ronda abundante en monosílabos ensalivados y locuaces, cercanos a las miradas furtivas e intencionadas, o huecas, y al nonsense cebrado por la luz giratoria e incesante, como el rayo del poeta valenciano. “¿Le gusta el restorán?”, me preguntó una de las estudiantes, remontando el fragor. En vista de que mi respuesta afirmativa pero sin énfasis no la convenciera, porfió, con franqueza inconfundiblemente lugareña y desenfadada —después de todo, el curso ya había terminado, argumentó, apalancando el lance—: “Es que parece que no le gustara, maestro, como está muy serio, hasta duda una de que de veras haya nacido en Sinaloa. ¿No le gusta divertirse?”. Le di a entender de la manera más amable y comedida, alzando el vaso y sonriendo, que la dificutad para comunicarme no entraba en las modalidades de la diversión que personalmente prefiero. Tampoco el ruido ensordecedor. Y así la música siguió y siguió no toda la noche hasta que amaneció, por fortuna, sino durante unas dos o tres horas más, hasta que, inesperada y felizmente, cesó, como los tambores de Calenda y las trompetas bíblicas, sin que yo dilucidara de inmediato si se abría una pausa o ya iban a cerrar el sitio. Inferí que sucedía esto último al ver que el timonel de la expedición nocturna le hacía el jeroglífico aéreo de la cuenta al mesero. Sólo entonces pudo entablarse el principio de una conversación que no avanzó a mayores. La externo ahora dada la premonición que encerraba. Sucedió que otro de los alumnos me preguntó si podía sugerirles algún tema de investigación. Les sugerí, en virtud de que para escuchar mi respuesta se habían agrupado otros alumnos a quien formuló a título personal tan importante y pertinente cuestión, que un buen proyecto podría elaborarse colectivamente, tomando en cuenta la filiación ideológica de las instituciones educativas que avalaban el posgrado, cuya segunda parte, a propósito, proseguiría en la patria de José Martí. Esto último implicaba para los alumnos y para los organizadores del posgrado un estímulo adicional a la liberación de la carga de trabajo y al financiamiento extra que recibían. Mi sugerencia fue que procuraran, en calidad de aspirantes al grado de Maestros en Trabajo Social y Antropología, y aplicando desde luego las herramientas teóricas y metodológicas del método científico —como se pretendía entonces más que en la actualidad—, que la sociedad mazatleca se convenciera de la necesidad saludable, impostergable e imprescindible, de bajarle tres o cuatro puntos al volumen del marco auditivo de la escena no únicamente de cantinas y restoranes, sino de la extensión geográfica del puerto que el porvenir inmediato ampliaría, cuando el capital se decidiera a proyectar en grande e internacionalmente los atractivos de Mazatlán que habían enamorado a José Alfredo Jiménez y antes de él, entre muchos otros, a Jack Kerouac, a Anaïs Nin, a D. H. Lawrence, a Raúl Capablanca, a Pablo Neruda, a José Ángel “Mantequilla” Nápoles y todavía más, mucho antes de ellos, a Francis Drake y a Thomas Cavendish, si bien a estos últimos por razones menos literarias y artísticas que filibusteras. “Con tanto ruido es difícil estudiar, ya no digamos reflexionar o, vaya, por lo menos platicar o conducir el auto”, les dije a los alumnos, ganándole por dos pasos al mesero que regresó de la caja con la charola miniada de la cuenta.

Entre las maravillas mazatlecas que nunca se me han vuelto pasado hay una que pulo ahora con un trozo de franela impecable y pulcro como el malecón, a fin de recuperar su brillo y mostrarlo sin menoscabo. Es la decepción que deshizo el esbozo de sonrisa asomada a los rostros de los escolapios —ni la edad, ni los vestidos de noche ni los pantalones largos anulan semejante estatus en determinadas circunstancias— quienes, a todas luces, sin que esto se refiera al lugar común de origen dieciochesco y galo sino a los neones giróvagos de aquel sitio trepidante, esperaban del maestro algo “más serio”, según exclamó abatida otra de las estudiantes que había gastado hacía poco el dinero recibido para la compra de bibliografía en la fiesta de quince años de su primogénita, sea dicho al paso, como los peones que coronó en dos o tres tableros de la simultánea jugada en 1933 en las instalaciones del Club Muralla, con un ojo al adversario y otro a las olas del mar, el gran ajedrecista cubano José Raúl Capablanca.

No rebajemos a ruido el estruendo y la furia, que no somos filarmónicos de viento y tololoche ni hoteleros indignados y exigentes ni tampoco funcionarios públicos hechos a contemporizar ni, por último, turistas agraviados. En el sainete que motiva la recuperación de la anécdota personal, supercalifragilística, espialidosa y más importante aún que ello en virtud de sus alcances sociales, se confunden varias cosas al igualar cebras con mulas y generalizar en el retrovisor de almanaque vociferando en las redes sociales que “el ruido siempre ha estado presente en Mazatlán”, como si hubiera forma de comparar los decibeles pretéritos y disipados en las fumarolas del vetusto transporte público a bordo del que se desplazan los trabajadores y la pobrería, con los que retumban en las murallas de Jericó del presente inmediato y todavía más, como si ya se hubiera realizado un estudio semejante. Convengamos en que sería innecesario y acaso ocioso, para invalidar aquella generalización chovinista, xenófoba y retadora, pensar en tales términos hipotéticos. Bastaría, para idéntico fin, invocar las cifras poblacionales del puerto de los años ochenta y décadas anteriores, el número de vehículos que circulaban por las calles de forma holgada y, sobre todo, las bocinitas modestas y esporádicas, emparejándolas a las ubicuas y omnipresentes bocinotas que avanzan actualmente de domingo a domingo, cielito lindo, alcanzando el paroxismo los jueves por la noche, cuando saturan el malecón de arriba abajo y de abajo arriba en una marcha ensordecedora que, ni en los balcones de los pisos superiores de hoteles y edificios departamentales, permite platicar escuchando la voz del océano que deleitó a Capablanca cuando se movía ante los tableros de sus voluntariosos adversarios. ¿Para qué abundar en lo obvio, claxonazos terciados y desnutridos que llegaban nítidos al oído gracias a la calma medio ambiental permisible para semejantes subrayados auditivos? Hoy, en cambio, hablaríamos de un perol hirviente en el que los claxones ya ni se escuchan, ahogados en un mar estruendoso de chunchacas que retumban en cuanto vehículo se estacione a cargar gasolina o pase frente al restorán, cimbrando las tazas del café, si se desayuna, o en la sobremesa que prolonga la comida. ¿Hay excepciones? Pocas, cada vez menos y, sin duda, a un alto costo social, pues la gentrificación no es reductible, reitérese, a lo que percibe otro obnubilado de la urdimbre virtual: un enfrentamiento entre la música de banda, “tradición e identidad regionales”, y un concierto de cuerdas “extranjerizante y atentatorio contra nuestros valores”. Sin duda, la mayor excepción, en lo que se refiere al ruidajo como metrónomo de la cotidianidad mazatleca en los tiempos que corren, emulando a los caballos de estatura media y desigual pedigrí, son las ya mencionadas Plazuela Machado y manzanas circundantes, remozadas y habilitadas a un altísimo costo social, según lo dicho más arriba en referencia a un proceso histórico que no hace más que expandirse a lo largo del malecón, donde las elevadas torres departamentales en construcción devoran las viejas casas y los condominios achaparrados y anacrónicos que no pueden oponer resistencia a las grúas esbeltas y altas de cuellos alargados como garzas metálicas que engullen pisos con todo y mobiliario, si los dueños se tardan en vender y mudarse a otro sitio. Y eso cuando les va bien. Hay que asomarse a los alrededores de la vieja aduana para ver las últimas casas humildes que quedan antes de que sus propietarios sean orillados a venderlas e irse con su música a otra parte, porque ahí, cuando el capital estadunidense, español, nacional, local y de otra procedencia compre, remodele y venda a precios inaccesibles para los mexicanos, no habrá naranjas dulces que exprimir, ni amargas. Y si se atreve uno a los rumbos que rodean el estadio de futbol donde juega el equipo local de primera división con más pena que gloria, la gentrificación le mostrará el rostro enlodado o polvoso —según el clima— y hediondo a aguas pútridas y estancadas del desplazamiento social que regurguita en áreas no frecuentadas por el turismo que, cuando mucho, las mira distraído, con la barbilla en el hombro, al salir del puerto hacia las carreteras. En ese hacinamiento carente de servicios públicos la guerra mata / y mueblerías Guerra remata a ritmo de vientos y percusiones burós, refrigeradores y estufas pero no en vivo, como en las playas de la discordia, sino vomitados por amplificadores incansables y dopados a base de energía eléctrica medida o expropiada mediante diablitos, buscando paliar la desdicha, la inequidad económica en que sobrellevan sus habitantes las condiciones precarias, la falta de oportunidades de todo tipo, la inseguridad, la carencia del vital líquido recordado fugazmente por la empresaria del teodolito que intuye el riesgo social de semejante pandemonio, la mentira y el curso del tiempo. Para terminar, movamos un poco un retrovisor distinto al de almanaque.

Si bien a la música sinaloense se le dice banda o tambora y ambas denominaciones son, por naturaleza, cambiantes en el tiempo y adaptables a las circunstancias del espacio, hay diferencias sutiles y notables entre ellas. Más rápida que inmediatamente, en las últimas dos o tres décadas las bandas desplazaron a la tambora tradicional, aquella que se componía de veinte o más músicos que tocaban por nota, frente a atriles niquelados en los que el sol se astillaba. También lo hacían de pie y de memoria, desde luego, al balancearse detrás de un cortejo fúnebre o de algún enfiestado y pirómano del dinero, o al amenizar una boda o algún cumpleaños connotado o al tocar en un taste después de los caballos que corrieron, y en tantas otras ocasiones, porque en eso no hay disenso posible: la música de viento y percusiones ha estado presente desde por lo menos el último tercio del siglo XIX en Sinaloa, cuando, proveniente de Mitteleuropa, desembarcó en las costas del estado para quedarse, adaptándose y diversificándose en formas que han dado lugar a diversos y desiguales tipos de estudios, artículos de opinión, tesis de licenciatura y reportajes periodísticos, muchos de ellos enfocados en las transformaciones de esa música que constituye uno de los rasgos más acusados de la identidad cultural sinaloense. Y si del número de ejecutantes pasamos a lo principal, la armonía, el ritmo y la melodía, los tres pilares de la verdadera música, la comparación entre las bandas playeras y la tambora tradicional pone en evidencia una disparidad audible e insoslayable. Encogida por el transcurso del tiempo, la crisis económica inconsútil, la depauperación laboral, la catástrofe demográfica, la degradación de los valores estéticos que invocados ante el tumulto ebrio y aturdido provocan una hostilidad rayana en motín contra quien exprese su preferencia por los decibeles de talla chica y no extra grande, como los que revuelven la arena y fatigan sus pies escudados en la búsqueda del sustento, sin importar que irrumpan en distintas formas de ganarlo e ir a gastarlo a las costas mazatlecas, la tambora, vuelta ojo de hormiga, se protege como puede de las aguas pantanosas del alboroto trepado a la ene potencia que avanza por la arena a codazos y empujones de una chunchaca desafinada y acaso en tal virtud excedida de feligreses, la más nítida hechura de la adulteración educativa, el martilleo de varias décadas de la monodia ataviada con atuendos chillones y la gestualidad ampulosa que desparrama la televisión gratuita en la casa, el taller y la oficina, hasta caer de bruces en el ánimo revanchista que ha impulsado el salto del tigre de la virtualidad al malecón, donde, a golpes y a gritos, se enfrentó uno de los últimos días de marzo a la policía que simplemente pretendía exhortar a la turba enardecida a respetar horarios establecidos para soplar y resoplar sus instrumentos en las playas, sin amenazar con desalojarla ni tratar a los músicos como delincuentes, según se difundió mentirosamente en esas redes sociales desdobladas en el barril bocabajo y la tea encendida. A río revuelto ganancia de pescadores: otro episodio de la protesta en vías de insurrección atajada por las autoridades que han insistido en que el problema no estriba en expulsar a las bandas de las playas sino en regular sus horarios de trabajo y los decibeles, ha corrido a cargo de músicos y vocalistas que, apoltronados en la comodidad y la distancia de un éxito inversamente proporcional a la calidad artística que algunos de ellos exhiben, se han manifestado “solidarizándose” y “apoyando” a los filarmónicos trashumantes, persiguiendo, a trasmano y mal disimuladamente, una publicidad gratuita, dado el arrastre del acontecimiento que pregonan el coro del feis y algunos periódicos y numerosos “noticieristas”, según se autodenominan a sí mismos los correveydiles playeros que van y vienen induciendo opiniones micrófono en la punta del brazo, al servicio de blogs y alguna que otra agencia informativa. Inclusive el dueño del equipo de futbol de Mazatlán, urgido de una aceptación social abollada por el enfrentamiento que sostiene con el presidente de la república, popular entre la tropa, ha levantado la voz desde la CDMX, donde radica lejos del estruendo y la furia, ofreciendo su apoyo a las bandas y abanderando el mismo sofisma de la expulsión del paraíso playero.

¿Y el Ojo de Hormiga? La posibilidad de verlo tocando vestido de lino se reduce, prácticamente, a su presentación en algún evento cultural organizado por el Instituto Sinaloense de Cultura o instancias parecidas, o en hallarlo en discos que han sobrevivido a la fosa común del bullicio en calidad de parientes de las buenas ediciones de libros desaparecidos por carecer de lectores, como desaparecieron también aquellos moluscos exquisitos en los baldes de las changueras, víctimas de la depredación y la gula incontenibles. Sí, hay semejanzas inocultables entre las bandas playeras y la tambora auténtica, como las hay entre las cebras y las mulas, pero, más allá de pertenecer ambas al orden de los cuadrúpedos equinos, una cosa es una cosa / y otra cosa es otra cosa. Quienes vienen a Mazatlán a “la loquera” y al “destrampe”, como dijo otra remendona de la trama virtual, ¿solicitan El buque de más potencia, Los sufrimientos, El quelite, El sauce y la palma, El niño perdido, transfiguración musicalizada de un antiquísimo mito europeo reelaborado por la historia regional sinaloense gracias a la sociogénesis desmenuzada por Norbert Elias, por más que la ignoren los acólitos del ombligo del mundo? ¿O piden un corrido tumbado o una insustancial e irrelevante pieza de reguetón o de “perreo intenso”? Que la calidad literaria y musical sea lo de menos en el sainete se aprecia en la casi absoluta falta de grabaciones musicales “compartidas” en los videos que han desbordado las mallas de los aparatitos a lo largo del último bimestre, culminando, al parecer, con el fin de la Semana Santa, cuando el paroxismo de la estridencia alcanza las cimas más altas de los riscos y de los zigurats de la hotelería. Al parecer, porque todavía falta, tras el doblaje de la franela, la implantación del récord Guinness y la tocada masiva del “eclipse de los gentrificadores”, que recibirán —o no—, según lo anunciado, al presidente en vías de extinción durante su regreso al puerto a fin de presenciar el evento astronómico del siglo dedicando, con alta probabilidad, parte de una de sus crepusculares mañaneras al forcejeo que ha motivado aplicarle el trapazo a aquella decepción de los escolapios a principios de los noventa del siglo pasado. En el improbable caso de que alguno de ellos lea estas notas, tal vez recuerde la sugerencia formulada por el maestro, oyendo las consecuencias de no haber sopesado una propuesta tan “poco seria”: en vez de bajarle tres o cuatro puntos al volumen del marco auditivo de la escena, la sociedad mazatleca ha hecho, a lo largo de los años transcurridos desde aquella noche de ronda indeleble, lo contrario: subirlos.

Guadalajara, abril de 2024, entre el fin de la Semana Santa y el eclipse.

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