TIERRAS MILPERAS. MIGRANTES MEXICANOS EN CALIFORNIA
El ritmo imperturbable y sosegado de la ciudad se palpa en cada esquina, en las casas todas iguales construidas en madera, generando la apariencia de una vida sin sobresaltos ni problemas. Todo cambia cuando nos dicen que en cada casita se amuchan tres o cuatro familias, porque estamos en uno de los rincones más caros de California. Watsonville apenas supera los 50 mil habitantes, 83 por ciento son latinos y el 73 por ciento vive en la pobreza.
Nos reciben en la vivienda de Hugo y Carmen, donde Paula ha preparado un suculento desayuno mexicano con tortillas caseras, que Rocío sirve con su contagiosa sonrisa. Mientras comemos, comienzan a explicar de qué se trata el colectivo Tierras Milperas. Son varias generaciones de migrantes, en su inmensa mayoría mexicanos, con larga experiencia en el trabajo agrícola. Muchos de ellos conocen a fondo la agroindustria extractiva, ya que trabajan recogiendo moras y fresas en uno de los valles más productivos en la Costa Central de California.
Paula acerca tamales a la mesa, mientras varias voces nos dicen que ella imparte un taller de nixtamal, en el que participan varias mujeres del colectivo. Desde hace una década vienen sembrando cinco espacios comunitarios que nombran como Starlight, Jardín del Río, Valle Verde, Pájaro y Pedazo de Cielo. Además están empezando a trabajar un espacio mayor, que citan como Corralito, nombres decididos siempre en asamblea.
Son 120 familias trabajando la tierra, produciendo lo que consumen con enorme alegría y orgullo. Además de la asamblea mensual en la que se toman las decisiones, cuentan con una Comisión de Gobernanza Comunitaria integrada por seis personas que tienen más experiencia en el cultivo y en el movimiento. El Consejo Autónomo Milpero está integrado por mayores y un joven, que proponen proyectos a la asamblea y orientan al colectivo.
Llegó el momento de conocer los “jardines” comunitarios. En el Jardín del Río nos recibe un hombre curtido en la tierra con larga experiencia como campesino, de nombre José. Explica que el principal problema en la región es la vivienda, con precios abusivos porque Watsonville está enclavado en Silicon Valley, una de las áreas más ricas poblada por informáticos, por lo que “en esta zona la vivienda es la más cara de Estados Unidos”.
Detrás de la valla que limita el espacio comunitario, pueden verse varias personas arrastrando carros de compras con ropa. Alguien explica que hay más de 200 homeless (sin vivienda) amuchados en las orillas del río, lejos de la indiferencia citadina. Caminando entre los cajones de dos por seis metros, Hugo Nava, coordinador del colectivo, explica que tuvieron un conflicto con la Iglesia Episcopal de Todos los Santos/Cristo Rey, que rescindió el contrato de arrendamiento y los expulsó del terreno. “Quieren que cultivemos flores, no alimentos, que no hablemos entre las familias y que no se hagan asambleas”. Imposible entenderse. Un evidente choque de culturas. Finalmente dejaron la tierra luego de cosechar los frutos, pero consiguieron nuevos espacios.
José intenta explicar las razones por las que la inmensa mayoría del colectivo Tierras Milperas son mujeres. Lo hace con su mexicanísimo estilo: “Las mujeres son más livianas…”. Silencio en la ronda. “Porque nosotros los varones somos más huevoncitos. Llegamos a casa y nos sentamos con el control de la televisión en mano, y ya”. Sonrisas de aprobación.
Recorremos el espacio, ordenado y limpio, con cultivos en cada cajón y un espacio para reuniones presidido por un fogón con su respectivo comal en el que elaboran comidas comunitarias. Rocío explica que los cajones son cultivados por las familias, pero en otros espacios se cultiva directamente en la tierra. “Como cada familia proviene de distintos estados con cultivos propios, han formado un banco de semillas diversas que las intercambian”.
Los miércoles hacen un taller con niños que aprenden la herbolaria y las comidas mexicanas. Carmen explica que el jardín fue construido por toda la comunidad que vive en los apartamentos linderos. “Una parte de los cajones se cultivan en común con jóvenes y la otra parte son de las familias. Con la cosecha hacemos comidas comunitarias y celebramos el día de muertos”.
Cultivan milpa y variedades como el quelite, plantas medicinales, frutales, y también están trabajando con semillas nativas de los pueblos originarios de California. Los espacios pertenecen al municipio o a privados que los ceden porque están abandonados, pero las familias van mejorando la tierra con la composta que trabajan en colectivo.
Antes de acudir a la asamblea, pasamos por uno de los espacios más consolidados, de nombre Starlight, donde trabajan 45 familias con experiencia agrícola. “El 98% de las tierras agrícolas de Estados Unidos pertenecen a hombres blancos”, explica Hugo, haciendo notar la persistencia de un racismo estructural que impide el acceso de los migrantes a la tierra.
Hugo traza una breve historia del movimiento que se independizó de dos grandes ONGs en 2018, porque les decían cómo tenían que hacer las cosas, aunque nunca trabajaron la tierra. “Mandaba una persona que ni siquiera hablaba español y nos quería dar órdenes y nos presionaba para que cultiváramos flores. A partir de ese momento, empezamos con las asambleas, el movimiento cambió de orientación y empezó a centrarse en la producción de alimentos”.
El colectivo Tierras Milperas es casi una excepción en el mundo de la migración, donde el individualismo del ascenso social resulta hegemónico. Se diferencia por su vocación comunitaria, por utilizar semillas nativas y prácticas agrícolas tradicionales, pero también por el intercambio de conocimientos entre las familias y los métodos ecológicos. También han creado espacios de intercambio de saberes intergeneracionales con los jóvenes, mediante el grupo Cultivando Justicia.
Una de las características del movimiento es la solidaridad con “las luchas globales campesinas e indígenas por la soberanía territorial y alimentaria”, como reza su portal. En particular, con la comunidad coca de Mezcala (Jalisco), en agroecología para la universidad indígena y campesina que están construyendo. La presencia de Rocío, que debió salir de México hace dos años por las amenazas del “empresario” que había ocupado ilegalmente sus tierras, contribuye a fortalecer los vínculos.
Luego de un breve recorrido fuera de la ciudad, llegamos a la asamblea, en la que participa casi un centenar de personas. Cada quien se va presentando en la enorme ronda que han formado. Algunos llevan décadas cultivando, mientras otros reconocen que están aprendiendo. Jitomate, chile, habas, ajos y maíz son los cultivos más nombrados en la asamblea.
Algunos mayores explican que la cuestión no es sólo el consumo de alimentos sanos. Don Lalo asegura que “cultivar es una medicina, ayuda a nuestra mente”. A su lado Cristino enfatiza la identidad: “La huerta me hace recordar de dónde vengo y hace que regrese relajado a mi casa”.
Al finalizar la extensa asamblea, cuando cae la tarde, las familias comparten las comidas que llevaron hasta este lejano rincón, ya que las autoridades y los dueños de las tierras no ven con buenos ojos estas reuniones masivas que les resultan sospechosas. Coincidencias de la vida, la asamblea en la que participamos se realiza en el predio de una familia sirio-palestina.