SABOR AMARGO
Esa tarde caían las hojas y grandes gotas del cielo. Bajábamos con pasos cortos por la estrecha vereda de tierra que nos conducía hacia los árboles: refugio que siempre estábamos buscando. Habían pasado más de dos años desde que recuerdo haber conocido Tzinacapan, éste es un lugar lleno de magia pues en las tardes de septiembre me recordaba mucho a mi pueblo por el ardiente frío que llega acompañado por las noches. Mientras estaba caminando, intenté seguir el paso de mis compañeros, pero una imagen pasaba por mi cabeza una y otra vez hasta que ya no podía borrarla, me consumía lentamente mientras se apoderaba de mí.
Estaba al mismo paso de mis dos hermanos, que apenas eran unos niños delgados. Pero pronto, la delicada imagen se desvanecía en mi cabeza hasta volver a fortalecerse. Mi madre había insistido en salir temprano, su mirada era cálida y nuestros cuerpos cabizbajos. De pronto, volví cuando las gotas de la brisa ligeramente me golpeaban en la cara, pero aún así conseguía caminar con la mirada perdida, tal vez en el cielo. Los grandes árboles se levantaban por encima de mis pensamientos y hasta podría prometer que dejaba de escucharlo todo, pues se sentía tranquilo.
Era posiblemente una tarde no muy distinta a cualquier otra triste de febrero. La vida ahí era diferente, hasta las voces sonaban distinto. Pero al parecer a menudo olvidamos escuchar los finos murmullos que se desplazan con el viento. Alcancé a mis compañeros a pasos apresurados pues murmuraban que estábamos muy cerca de nuestro destino, el número de casas iba incrementando sin llegar a ser demasiadas, sólo las suficientes para integrar ese pequeño poblado.
Por un instante escuché a mi madre que insistía en que dejara de caminar rápido, me gritaba que escuchara, pero extrañamente no quería hacerlo. Sentía recelos y una emoción incontenible en mis pequeñas entrañas. Pronto con ayuda de mi hermano, me abrazaron sus manos protectoras. Sentí cómo el sabor amargo se deslizaba por mi garganta hasta mezclarse con el de mis lágrimas o tal vez el de sus palabras, yo eso no lo sé.
Toqué ligeramente mis labios pues el sabor se extendía hasta llegar a mi estómago. Vi a mi madre fijamente a los ojos mientras ella metía a mi garganta unos pedazos de hoja de tsoapatle que habían cortado en el camino para que pudiera vomitar todo lo malo que traía atorado en el estómago. Como un reflejo, mi mirada se posó ligeramente en las expresiones de mis compañeros que cambiaban al ver las demás reacciones, pues habíamos llegado a nuestro destino.
Moví un par de veces mi rostro hasta encontrarme con expresiones igual de confundidas que yo. Aún no comprendía por qué estaba fuera de nuestras manos, la formación académica que tanto habían dicho que era nuestra, en la pequeña escuela a la que habíamos llegado había mentes grandiosas, pero sólo un pequeño cuarto rodeado de tablones, tarros y unas cuantas maderas para impedir que la lluvia entrara. Los niños no se mostraban muy atentos a la maestra, pero no era su culpa, tampoco yo sabía ahora si estaba bien o no asignar un juicio de valor a la situación que aún desconocía. Había albergado en mi interior la esperanza de que algo ya hubiera cambiado, pero ahí estaba otra vez sin una herramienta para cambiar al mundo, como cuando era una niña.
Luego de un rato sentí cómo el sabor amargo seguía en mi boca, pero esta vez no estaba mi madre y yo no era la que tenía lo malo en el estómago. Esta vez no eran las hojas verdes de tsoapatle lo disgustable en mi paladar, era más bien impotencia por no poder cambiar mucho de la realidad que tenía enfrente. De que estamos acostumbrados a los robos, ése era un hecho, al parecer nos habíamos resignado a vivir sin lo que nos pertenece y creo que jamás nos dimos cuenta que era nuestro, que siempre estuvo ahí.
Regresé como aquella vez en mi infancia, cabizbaja, con la amargura de la realidad que me pesaba como un costal en los hombros. Y a pesar de que esa tarde dormí, no pude tener una respuesta.
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ELIZABETH BRUNETE, narradora originaria de Tepeixco, Zacatlán, Puebla.