A CAMPO ABIERTO / 326
La unión con la tierra ha salvado a los pueblos en el todavía vasto y generoso campo mexicano al paso de los sexenios y las eras. El continuum de la migración a las ciudades participa en la escalera de su historia de Teotihuacán a Neza, de Monte Albán a Downtown L.A. La Ciudad de México fue mayoritariamente nahua hasta el siglo XX, cuando la desplaza la población criolla o asumida como mestiza, y los campos del país comienzan a expulsar mano de obra hacia ella. Con el tiempo, Mexico City se volvió una Babel nacional sin que se notara. La mayoría no indígena en toda la escala social, ciega al color de la tierra y sorda a sus voces, coexiste con ella.
Los pueblos originarios de Anáhuac fueron rodeados, reducidos, negados por la urbanización. La población indígena de la capital y su zona metropolitana quedó superada por los hijos y las hijas desarraigados de los pueblos originarios guerrerenses, hidalguenses, mexiquenses, oaxaqueños, que son ya parte de la ciudad y los suburbios, en otra realidad y otra cultura. Donde nadie es campesino. La hegemonía demográfica de las clases medias y proletarias, la industrialización, la expansión exponencial de infraestructura, la gentrificación de los pueblos y la usurpación espacial y simbólica por el turismo “vaciaron” las tierras de labranza y las costas, o las engulleron en nombre del desarrollo nacional, sea privado, sea público, pero ajeno al sistema vital indígena de el común.
El proceso no cesa. Ocurre ahora mismo. Las causas: pobreza, deficientes educación y servicios, violencia reiterada, falta de trabajo o tierras, deseos de cambiar de aires y de vida. Aunque lleva consigo la impronta cultural del origen, al llegar a la urbe ésta se diluye entre el número, la indiferencia y la falta de respeto. Las estrategias de sobrevivencia cambian en el espacio urbano.
Mientras tanto, ¿qué pasa con el campo? Por más que se vacía, no se vacía, a pesar de que los intereses del capital y el crimen organizado consisten en expulsarlos, ya sin siquiera contratarlos el primero, y acaso reclutándolos o secuestrándolas el segundo. Mas los campesinos indígenas y no indígenas siguen alimentándonos desde sus ejidos y parcelas comunales, en sus manos están los alimentos. Compiten en desventaja con los millones de toneladas de maíz industrial y hasta transgénico estadunidense, argentino, brasileño, chileno y sudafricano. Este año México prevé importar entre 14 y 16 millones de toneladas de maíz amarillo sólo de Estados Unidos. También se importa maíz blanco. Los maíces nacionales (en cuentas que no registran las variantes locales, tan abundante como portentosas) se producen en 27 millones de toneladas del primero y 15 millones del segundo. Una proporción muy menor se exporta.
Los pueblos agrícolas compiten asimismo con las hortalizas sobrantes de exportación producidas en los sembradíos e invernaderos del gran capital nacional y transnacional, contra los supermercados y la inundación de comida prefabricada o chatarra.
La tierra se cansa, los ríos se envenenan o desaparecen, las veredas devienen carreteras, los pueblos colonias, las barrancas y cerros tajos a cielo abierto. Y sin embargo, el campo vive, produce y permite la duración de millares de pueblos campesinos e indígenas. Sus milpas y plantíos son también reserva de la lengua madre, de lo común y lo colectivo, de los sentidos profundos de la memoria.
Los acechan el coyotaje y las transnacionales de semillas, fertilizantes y herbicidas “terminadores”. Se añaden créditos viciados, o su ausencia, la recurrente confusión legal en cuanto a tierras y los derechos de posesión y consulta de los pueblos originarios. Al clientelismo partidario de siempre se han sumado durante años las estrategias bancomundialeras para privatizar ejidos y tierras comunales mediante la titulación individual o la renta desventajosa pero irresistible.
La expansión de los sembradíos del crimen organizado (mariguana, amapola, aguacate, palma africana) y su apetito por rutas, territorios y recursos como el agua, dificultan la existencia de los pueblos campesinos. No por nada México es uno de los países más peligrosos para los defensores del territorio y el medio ambiente. La tala y los incendios criminales de los bosques abren paso al vaciamiento o la servidumbre de pueblos y comunidades.
Es tanto lo que lo amenaza, y sin embargo el campo mantiene viva la cornucopia de la agricultura mexicana, los subestimados productos tradicionales, tanto como el cultivo de hortalizas, huertos, leguminosas y granos de consumo comercial.
Con el habitual doble pensamiento que caracteriza a la sociedad mayoritaria, festejamos la variedad jugosa de la “comida mexicana”, encomiamos su valor nutritivo, nos ponemos patrioteros, y a la vez cerramos ojos y oídos ante todo lo que acecha la producción y pervivencia de nuestros estupendos agricultores, dejando la “solución” a los gigantes alimentarios y las facilitaciones legales para la acumulación capitalista, el colonialismo interno y la urbanización de las entrañas de la tierra.