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MERCADOS DE MÉXICO

LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

Abramos los ojos o cerremos los ojos sobre los mercados en la época precortesiana. Inmediatamente pensaremos en el foro romano. Y pensamos en el foro no sólo por la magnificencia en que se encerraba la vida, sino por el significado social de aquel conglomerado de edificios y monumentos.

La vida de la ciudad se polarizaba en los mercados. Templos, justicia, medicina... Artes mayores y menores... La riqueza prodigiosa de los campos, de los climas, de los mares y los ríos, volcada en la ciudad. El pueblo abigarrado, los forasteros exóticos y el bullicio del trajín entre el martilleo de los plateros.

El imprescindible Bernal Díaz del Castillo nos relata de manera tan viva su sorpresa que nos ofrece una impresión más fuerte que si aquellas escenas hubiesen sido filmadas por los conquistadores. Su asombro se desborda y casi le vemos pasar la palma de su mano sobre la llama de la bujía para cerciorarse de que realmente vive. Y el libro de Díaz del Castillo nos traslada, sin esfuerzo, a codearnos con aquella multitud. Nuestro asombro se desborda también. Pasemos entre ellos con nuestra mente y con nuestro traje actual. Nadie se da cuenta de nuestra presencia: de no ser así ya nos hubiesen rodeado para contemplarnos.

(Siglos más atrás —unos cuantos pasos del tiempo— un mar de por medio, otra vida y la misma: el pueblo de Roma se exalta y se labra en el foro. Unos pasos adelante, el mismo mar cada vez más chico, otra vida y la misma, México se exalta y surge de su masa).

Cúpulas y torres llenan en la memoria el vuelo de ángulos y triángulos de las pirámides sobre el horizonte colonial de la ciudad lleno de bronce de campanas. Sobre los atrios de los templos hay sillas rojas, verdes, amarillas de frutos y minerales y de objetos labrados por el pueblo. Parece que el mar se hubiese afrancado de cuajo y que súbitamente nos ofreciera sus tesoros más recónditos. Tierras calientes y tierras frías; las montañas y las costas; las minas y los lagos; oriente recién desembarcado en el Pacífico; occidente disolviéndose por todas partes y teniendo la vida del pueblo afanoso que forma, sin saberlo, la línea más exacta del perfil de la ciudad, su propio perfil sin sombra.

Los mexicanos pintados por sí mismos, ilustrando con colores preciosos su vida, inmóviles ya en las estampas. Como el México precortesiano, la Colonia se fue desvaneciendo sobre el papel y renaciendo a la vida nueva de la historia. Sobre la piedra de los templos y las casonas coloniales, los años apoyan la frente y hacen memoria. Las estampas se animan. Los mercados cubren el cuerpo del pueblo como la concha al armadillo. Un paso más... Otra vida y la misma. ¡Ya estoy impaciente por ir a comprar un manojo de flores a San Juan o algún objeto inesperado al Volador!

¡Cómo ha crecido la Metrópoli! Ahora los que circulan entre nosotros sin ser vistos son los indígenas primitivos, los conquistadores, los meros charros y bailadores de jarabe, los criollos, ya casi más mexicanos que el indio. Ya los papeleros se habrían apiñado en torno a ellos si no fuesen invisible.

¡Pero si todo está igual a antes de la Conquista! México sigue tan igual a sí mismo que no le reconocemos. Cambian las decoraciones del fondo, las bambalinas se renuevan, se pone a tono con la vida última; pero el drama es el mismo. Acabo de releer a Bernal y mi asombro es semejante. Los barcos, los aviones, el cine, la radio, han reducido la tierra hasta ponérnosla sobre las rodillas. El perfil de México no cambia. Sangres extrañas han modificado un poco el pigmento de los ojos, el color de los cabellos. En los mercados volvemos a tener una inmersión en la vida de la masa, del pueblo. Sentimos el vaho de los campos, la brisa del mar. Las figuras de duro perfil del altar de Palenque forman un haz con las torres y las cúpulas y de nuevo aparecen los triángulos esbeltos de las pirámides sobre un horizonte saturado de materialismo histórico, en vez de bronce de campanas.

La loza de Puebla, los vidrios de Guanajuato, los sarapes de Saltillo, las jícaras de Uruapan, las caja de Olinalá, los mil menudos objetos coloridos que son de todas partes de México. Las pilas de tomates, de duraznos, no lejos de los peces rojos y azules, de las piedras calizas y las jarcias, los enseres de lata o de madera rústica o policromada, las flores, la platería popular, las piñatas, el vendedor de corridos y la radio de la secretaria que truena ¿no son éstos los sincronizados horizontes verticales de los buzos?

¡El mar se arrancó de cuajo! México en los mercados: un corte transversal en su médula, para el histologista. El coche espera a la señora que ha venido con la sirvienta a buscar las más frescas legumbres y un ramo de alcatraces. En el estribo del coche descansan los cargadores... Al extranjero ofrecerá una impresión única. Todas las proveincias, los climas, se encuentran unidos. Es una perpetua recepción popular. Hombres y naturaleza: toda clase de naturaleza y de hombres. México íntegro, compendiado, viviente. Se alterna directamente, sin preámbulo alguno, de “tú”, con la misma naturalidad que los peces y los cocos con los frutos de climas altos y las aves. Un jardín se improvisa cada mañana. Por las noches, la barriada tiene un olor agrio de sudor, de marea baja de legumbre y de nardo.

El Volador es la residencia del Aprendiz de brujo. Los objetos más distantes están viviendo confundidos con esa vértebra que una a la mujer al pez en el cuerpo de la sirena. Objetos inquietantes como esos pisapapeles de cristal en que vuela dormida una lunar mariposa de amianto. Daguerrotipos, neumáticos de automóvil, relojes despertadores, abanicos y campanudos pistolones antiguos. Este mercado nos da la impresión de la cabeza de un loco que de golpe se hubiese hecho transparente. Es una gota de sangre de la ciudad vista con microscopio. O, acaso mejor, con el monóculo del relojero, ese que empleó José María Velasco para percibir la substancia de la diafanidad del ámbito. Todas las naturalezas muertas que nuestros pintores ciegos no han pintado nunca, aquí están animadas por esa conversación de los Maniquíes de la torre rosada del cuadro de Chirico. Un Robinson cotidiano enloquece solicitado por las trompetas de los viejos fonógrafos, las esferas doradas, con el tormento del camaleón frente al arcoiris, olvidado sobre una página del calendario Galván, no lejos de la protección inconmensurable que le ofrece la serenidad de una reina de naipes...

Después del Museo Nacional —¡qué gran Museo!—, de las visitas a Teotihuacán, a los monumentos coloniales (Puebla, Tepozotlán) y del paseo y lectura permanente de las calles de la ciudad, los mercados nos dan una enseñanza nueva. La objetividad misma con que se nos propone esta enseñanza nos ofrece una impresión confusa y no percibimos con exactitud el dibujo, como si estuviésemos observando una alfombra por su reverso. Un corrido popular oculto pasará su lápiz de color sobre la filigrana del lienzo. Un hecho concreto, una breve epopeya como la engendrada por las simples ideas del suriano y el dibujo va adquiriendo sentido.

La ciudad es una: la nación es otra. La capital miente siempre. A diez minutos del Zócalo nos encontramos con un aspecto nuevo de México. Sensación de potencia, de personalidad, de riqueza y una voz que se ahoga y se salva cada día. ¿No la hemos adivinado ya en los mercados? Un paseo por la Merced, por el Volador, por el mercado Abelardo Rodríguez. La aglomeración de detalles que nos ofrecen nos impide darnos cuenta mejor de esa realidad sólo sospechada. Nos pasa como en el teatro con un grupo de bailarinas. En los caseríos, en la aldea, en los pequeños detalles y su valorización se nos hará más fácil. ¡Cómo sentimos la gracia, la tragedia que nos ofrece esa bailarina sola! La hermosura de su cuerpo se olvida entre los cuerpos de otras veinte, treinta bailarinas, también bellas. La sensación de la gracia del cuerpo sometido al ritmo y a la proporción, no la habíamos percibido bien. El conjunto acaso era más rico. En el caserío, el campo de la región baila solo, aislado. El sarape sobre el hombro del campesino ¡cómo se ve diferente de aquellos de los mercados! Una hamaca entre dos palmas. La iglesia con sus muertos bajo las piedras del atrio recostada contra las montañas y el burrito einsteniano en la vereda encauzada entre magueyes, camino de la gran ciudad.

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Publicado en el Suplemento Cultural del periódico del gobierno cardenista, El Nacional, dirigido por Fernando Benítez, el 18 de diciembre de 1938.

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