ABANDONO
El panteón se encuentra ubicado a un kilómetro de la plaza del pueblo. Es un terreno robado a los huizaches y a los mezquites desde hace muchos años; desde cuando el pueblo era unas cuantas casas.
La tumba más vistosa de todas es la de Porfirio, quien, en los años cuarenta del siglo pasado regresó de los Estados Unidos en un cajón de madera envuelto en la bandera norteamericana, porque se murió en la Segunda Guerra Mundial.
Desde entonces, aquel cementerio se ha ido llenando poco a poco con sepulcros sencillos, señalados con una cruz de fierro y, si acaso, como un lujo, un barandal de varillas.
El lugar está circundado por una cerca de alambres de púas, sostenidos por postas de maderos de mezquite, que con el tiempo se han dolido de lluvias y calores, como las mismas tumbas.
Todos salieron después de haber enterrado a Donaciano, uno de los pocos viejos que quedaban en el pueblo, porque la totalidad han emigrado para el otro lado. Él siempre se negó a dejar a sus padres y a sus hermanos muertos acá. Quienes lo acompañaron en su sepelio no pasan de diez. Todos tan viejos como él, pues en el pueblo no hay jóvenes. Sólo están algunas mujeres, unos cuantos viejos y los niños. Los jóvenes, nada más cumplen los 15 años y se van. Donaciano aquí nació. Su vida no tuvo sobresaltos ni sorpresas. Siempre vivió con sus cabras y con ellas se murió. Sus hijos, que fueron cinco, se fueron para el “otro lado”, jamás volvieron. Ni ahora que está muerto. Su mujer lo acompañó, hasta que se murió de dolores de parto, con su último hijo.
El jacal de Donaciano está a las afueras del pueblo y en él murió como vivió, quedito sin hacer ruido, sólo se recostó en su cama y allí quedó.
Al salir del panteón, Simona volteó y se quedó mirando hacia la reciente tumba. Suspiró profundo y se limpió las lágrimas que caían de sus ojos, y les dijo a los demás:
–¿Quién nos va a enterrar a nosotros?, al paso que vamos, sin gente en el pueblo, vamos a ser sólo como ánimas sin sosiego.
El pueblo, un pueblo solo como muchos, se fue vaciando, porque todos se han ido; porque en él no hay nada que hacer; porque en él sólo se pasa el tiempo. Ya ni los muertos les importan a los que se fueron, aquí los dejaron, se olvidaron de ellos. Porque con el tiempo allá se quedaron. Primero fue el hambre, después las nuevas raíces: los que nacieron del “otro lado” ya no quisieron venir para acá. Sólo algunos viejos decidieron morirse de este lado. Poco queda para los nuevos en este pueblo. Si acaso, lo derrumbado.
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Juan Carlos Castañeda, originario de Papantla de Olarte (Veracruz), es médico, articulista y narrador. Pasó su infancia en Nuevo Laredo, estudió en la UNAM y radica en General Bravo, Nuevo León. En 2014 publicó Relatos breves (Gosal Ediciones, Nuevo Laredo).