LLUVIA
El día transcurría sin mucho que contar, sólo estaba esperando para tomar el carro que me llevara lejos de aquel lugar caluroso. Pasé la mayor parte del tiempo recordando mi infancia, ¿hace cuántos años que había sido eso?, tal vez sólo muy pocos. Aquella vez, viajaba de vuelta a mi pueblo, a mi casa.
En una de las tantas curvas, a través de la ventanilla vi a un grupo de personas en una procesión, me quedé mirando cómo avanzaban. Al frente iban todas las mujeres con flores entre sus manos y uno que otro incensario humeando. Mientras que al final iban los señores lanzando cuetes, y entre rezos y cantos se transmitía su plegaria. No tardé mucho en darme cuenta de que llevaban a San Isidro, el santo patrón de los agricultores. Los seguí con la mirada hasta que dejaron de ser visibles y en mis oídos seguían escuchándose sus peticiones.
Me uní a ellos mientras seguía avanzando la combi, recé y pedí por el agua que nos hacía falta. Bien sabía que la milpa que estaba cerca de la casa estaba todavía muy pequeña y en partes seca por las intensas jornadas solares. Ni siquiera quería imaginar la milpa de la rejoya, pues en ocasiones a pesar de que fueran años lluviosos llegaba a amarillarse.
Por un momento volví a mis siete años. Se plasmaron en mi memoria las imágenes de mi hermano mayor y yo arrancando acahual mientras mi hermano pequeño nos miraba debajo de los manzanos porque ya no quería trabajar más. En esos años sí que sufríamos con las lenguas de vaca que se quedaban enterradas muy al fondo de la tierra, y cuando lográbamos sacarlas, parecía que eran unas colas de rata tan largas y con raíces que más bien parecían pelo. Fue inevitable no sonreír con aquel recuerdo, pero poco a poco la imagen se desvaneció pues al parecer me había quedado dormida de nuevo.
Días después, cuando ya estaba en casa, el calor seguía estando en el ambiente, como si hubiera traído un poco de Huehuetla, y no precisamente me refería al calor que mi familia me brindaba, sino más bien a los incesantes rayos del sol que sofocaban a más de uno. Estaba en el patio de mi casa por lo que me quedé mirando los árboles un rato y éstos se columpiaban hasta rozarse con sus hojas. El aire era más suave y por un momento sentí frío.
Albergué en mi interior la esperanza de que se acercaran y mientras tanto vi cómo las nubes subían con rapidez, así que me ocupé metiendo la leña. Para cuando terminé de juntar las cáscaras que se habían desprendido de los troncos, el cielo era oscuro a pesar de que faltaba para que oscureciera.
Entré a la cocina en donde yacía mi mamá cocinando algo para cenar y no tardé mucho en preguntar si era posible que lloviera. Me contestó con simpleza.
–Quién sabe, ahora ya es difícil adivinarlo.
Sabía que lo decía por los cambios tan drásticos que había en la temperatura y ése no era secreto para alguien. Era verdad que estábamos preocupados por la falta de agua. Y así, en silencio, observé cómo el cielo se fue tornando de un color gris a negro y luego un poco de amarillo.
Y cuando mis esperanzas casi habían caído hasta suelo, se escuchó a lo lejos cómo la lluvia venía acercándose a nosotros, pues luego de tanta espera azotaron con fuerza grandes gotas sobre las casas, hasta dejarnos en medio de la noche completamente a oscuras, pues parecía que la lluvia se había llevado la luz del día.
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Elizabeth Brunete, originaria de Tepeixco, Zacatlán, Puebla, ha publicado varios relatos en Ojarasca.