APEGO
Una leve brisa invernal enrojeció la nariz y las mejillas de Jacinto en aquella mañana de diciembre. Como de costumbre, a las cinco de la mañana, salió de su jacal. Construido, éste, con palos de mezquite y jaharrado por dentro con una mezcla hecha de lodo, estiércol de animales y paja; el techo era de zacatón, muy resistente a las lluvias.
El hombre se dirigió al corral de las cabras que se encuentra al lado de su vivienda, a unos cuantos metros. Es una buena majada, también construida con leña de mezquite que hacia el lado norte está reforzada con troncos más altos para evitar los vientos que de esa dirección llegan en periodo invernal.
En este lugar, Jacinto había construido un techo que servía de repecho al rebaño durante la temporada de lluvias y el invierno. Allí encontró el pastor a sus cabras, como era su costumbre, todas acurrucadas para protegerse de los vientos helados.
El aroma, mezcla del aliento de los animales con el estiércol que cubría a todo el corral con una densa capa, así como la transpiración almizclada de los machos cabríos y el viento helado, produjeron instantáneamente en él una sensación de alegría, que lo hizo respirar profundamente.
Las cabras, al sentir la presencia del pastor, al unísono empezaron a moverse y a emitir balidos que, en conjunto, tenían tal intensidad que podían escucharse a varios cientos de metros de distancia. Cuando Jacinto desató el postigo y se introdujo en el corral, se dirigió al apartado en donde tenía a resguardo a los cabritos. Éstos, al percibir el alboroto en el lugar, empezaron a brincar en diversas direcciones en graciosas cabriolas, porque sabían que era el tiempo de alimentarse.
Uno a uno, los fue llevando con sus madres para que los amamantaran. Dejaba que el cabronzuelo succionara de las tetas de la ubre por un corto tiempo y, a continuación, ordeñaba el resto de la leche que había quedado en las mamas en una cubeta de plástico, para luego vaciarla en un recipiente, en cuya parte superior tenía atada con un cordón una tela. Ésta, para evitar que se mezclaran con la leche los pelos y el estiércol de los animales.
Jacinto se apuró en su labor porque sabía que a las siete de la mañana don Toribio pasaría a recoger la leche acumulada.
Antes de salir de la majada, el hombre seleccionó las cabras que se encontraban en celo y las distribuyó entre los corrales, en donde se encontraban los machos cabríos, teniendo sumo cuidado en no mezclar animales que tuvieran alguna relación consanguínea. Al terminar, se encaminó hacia su jacal para preparar los alimentos que se llevarían al pastoreo.
Adentro de la choza, atizó los rescoldos que, en la chimenea, aún guardaban suficiente calor desde la noche anterior; se sirvió café caliente en un jarrito y a grandes sorbos se lo terminó al mismo tiempo que daba unos mordiscos al pan de elote que estaba sobre la mesita de madera; luego se dirigió hacia la puerta del jacal para iniciar la jornada, tomó su sombrero de palma, guardó en su morral los bastimentos, agarró su bastón de madera de barreta, se anudó el paliacate sobre el cuello y cerró la puerta tras de sí.
En la majada, el alboroto era mayor porque la luz del nuevo día estaba presente y esto hacía que el rebaño estuviera inquieto por salir al campo.
Su fiel amigo, compañero de largos años, su perro el Caperuzo, se le acercó. Jacinto tomó una jícara con leche que tenía reservada de la ordeña y se la mezcló con unas tortillas, esperó a que el animal terminara de comer y ambos se dirigieron al corral.
La primera en salir del aprisco fue la Chocolata, una cabra vieja, melona, criolla, de orejas largas y de ubres abundantes que llevaba atado al cuello un cencerro cuyo sonido orientaba al resto del rebaño, a semejanza de las ordenanzas militares.
Jacinto había seleccionado a esta cabra para que fuera la guía, porque desde que la parió su madre, la Cuerno retorcido —llamada así porque sólo tenía un cuerno en forma de espiral— mostró carácter.
La labor que poseía Jacinto ocupaba unas treinta hectáreas, entre lomas y terreno plano. La mayor parte de la superficie del terrenal estaba poblada en abundancia por la vegetación propia de la región: mezquites, huizaches y arbustos que crecen en esta zona semidesértica.
A lo largo de los años, el padre de Jacinto le había robado espacio a la vegetación natural, para destinarlo a la siembra de maíz, frijol, sandía y melón. En las partes planas, por debajo de las lomas, crecía el zacate buffel.
Con el ir y venir de los animales, el terreno estaba surcado por veredas y caminos, como si fueran grandes cicatrices. Distribuidos por todos lados, tenían como punto de reunión al jacal y la majada. J
acinto poco se preocupaba por orientar a su rebaño. Día a día, con un silbido y una piedra lanzada por delante de la Chocolata, indicaba el rumbo a seguir para llegar al lugar de pastoreo. Entre Jacinto y aquella cabra existía un entendimiento mutuo, madurado por largos años de compañía. En muy pocas ocasiones, Jacinto se veía en la necesidad de insistir sobre el lugar de pastoreo; la Chocolata, con sólo verlo, intuía sus deseos.
El pastor, ya entrado en años, de rasgos duros y manos firmes, había nacido en este lugar. Sus padres sólo lo tuvieron a él. Al morir los dos, Jacinto no quiso abandonar su tierra, porque para él era todo su mundo.
Cuando joven, cuando sus padres aún vivían, animado por unos primos, se aventuró a irse a trabajar a los Estados Unidos. Durante el tiempo que duró la aventura, fue incapaz de adaptarse a las costumbres y la forma de vivir de los gringos, como él los llamaba. La añoranza por su tierra y la preocupación, porque su padre estaba solo a cargo de las labores de su rancho, lo hicieron desistir de su intento. Se regresó para nunca más volver a salir de sus dominios. Jacinto, por la tarde, al terminar con su trabajo, se sienta junto a la chimenea mirando a través de la ventana de su jacal, consumiendo su café a pequeños sorbos, como si con cada uno de ellos se comiera los pedazos de su tierra.
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Juan Carlos Castañeda (Papantla de Olarte, Veracruz), es médico, articulista y narrador. Vive en General Bravo, Nuevo León. En 2014 publicó Relatos breves (Gosal Ediciones, Nuevo Laredo).