QUEMANDO A JUDAS / 332
En la habitación se desborda la humedad que transpira el vacío de los pulmones delicados. Ella comienza a angustiarse porque ha perdido a su gato. Busca por la casa simulando que hay muchos lugares donde buscar el maullido, las patas y el pelo entre murallas de humo y lagunas de sudor verde. Desiste la pared. Los huecos la toman por sorpresa y la intimidan. Son espontáneos y repentinos orificios ante los que ella se ruboriza mirando el espacio por donde entra la noche. Los orificios forman una mirada y las sombras dibujan una sonrisa macabra. Algo la observa con furia y resentimiento. Ella intenta acomodarse el pelo y moja un poco sus labios secos. Se presenta ante el espectro recién acontecido en las grietas.
–Hola. Mi nombre es Incógnita Zurcida con K. Soy la hija de la esquina más solitaria de un suspiro. Hace algunos años que mi madre, mi padre y yo llegamos aquí. Mi madre siempre está cerca, aunque a veces no lo parezca. Ella dice que en este mundo el amor y el hambre son lo único que distingue a la verdad, porque siempre se puede fingir amor, pero nunca se puede disimular el hambre.
Incógnita saca los brazos tatuados de su madre que tenía guardados en una caja debajo de la cama, ambas extremidades están adornadas con mapas estelares. Ella observa ambas prótesis delineadas y juega con los dedos haciendo un ademán como si ya no le importara tanto seguir buscando al gato.
–Esta vieja casa en Villa Aurora ya es como mi cuerpo, que es rentado. Bueno, a veces tengo que pagarlo, a veces tengo que limpiarlo, a veces simplemente lo abandono. De los que me piden les rento una esquina, la menos humedecida, la más oscura. Como verás, ahora soy de una clase social muy intensa y los domingos, cuando se me van las ganas de respirar, recuerdo las palabras que mi padre me decía con ternura: “No me veas, no me veas con tus ojos tiernos.” El me enseñó el alfabeto cirílico y cuentos del espacio con vida más allá de lo imaginado. Él decía que la imaginación lo era todo, pero que él no recordaba cuándo había perdido la capacidad de imaginarse la vida. Después se lo llevaron los de salubridad en una cápsula en la hora mortal del planeta, cuando los filósofos se derritieron en la superficie. Mira, acá está mi madre —señala un viejo radio—. Saluda, mamá —se escucha una pesada melancolía de lluvia interna y fragmentos de Turandot—. Mi madre ahora es una frecuencia y dice que no debí de adoptar al gato, que eso nos provocaría una inundación que terminaría de ahogarnos por dentro. A veces los gatos son como hologramas que aparecen y desaparecen como el error de un eco elegante en el universo. Eso me asusta. Escucho muchos ecos. A mí y a mi madre ya no nos quedan más reservas de energía. No podemos salir a la superficie a tomar el sol, no lo tenemos permitido.
–Ahora nos alimentamos de horribles accidentes, tragedias y desastres. Nos juntamos con otros sobrevivientes y devoramos la energía que desprenden las almas antes de partir y hay días que estamos muy hambrientas, demasiado. Es por eso que debajo de estas estructuras la gente nos tiene miedo, nos dicen advenedizos y nos gritan que somos un error de la naturaleza. Yo nunca me consideré un error, pero eso lo explica mi enferma-má, ella si cree que es una equivocación mal querida que se quedó sin corregir, como un sonido perdido, una canción olvidada que alguien intenta recordar y por más que se esfuerza termina por llenar el espacio con una imagen. Yo no creo que alguien pueda vivir olvidando una canción. No entiendo cómo alguien podría olvidar algo así —Incógnita cierra los ojos y comienza a tararear un estribillo. Después se queda en silencio y recuerda que tiene visitas—. Antes de que se llevaran a papá, mi madre y yo devorábamos pequeños temores para seguir funcionales, para sentirnos útiles en este mundo. Somos distintas a la gente que vive aquí. Nuestra sangre es verde y hablamos con los animales y con otras formas de energía que tenemos pegadas al cuerpo como lapas. Del lugar de donde venía mi madre era ayudante de una científica y mi padre… bueno, él no hablaba mucho de eso. Incógnita mira fijamente la puerta abierta. Algo se aproxima a la cama en la que no duerme. Arranca con un par de maullidos para clavarlos dentro de la piel. El doloroso chillido del gato hace eco junto con su oscura figura. Su tamaño diminuto y su cola de alambre la alegran. Es Judas, su gato, que llegó con el pelo quemado y sin un ojo, sangrando. Ella corre para abrazarlo y consolarlo.
–Un extraño defecto en un viaje nos trajo aquí con otros mil y pico de refugiados atemporales. Mi madre sabía que corríamos peligro porque éramos muy distintas, en alma y cuerpo, pero parece que es lo mismo con cualquier ser vivo y yo no entiendo cómo alguien puede hacerle esto a un animal.
Se asoma a la ventana con el gato en brazos. La gente seguía buscando extraterrestres y plantas viajeras en el barrio que transporta rumores de hambre y marcas de vacíos en la inalcanzable repetición de los días con el hábito marchito. Incógnita contempla los muros ambiguos donde se exhiben errores históricos y sonrientes que se autoproclaman como la esperanza a escoger, la elección más satisfactoria para problemas que no entienden, que no son más inteligentes en la medida de sus terribles equivocaciones. Vuelve a quedarse en silencio. Los agujeros de bala siguen en la pared. El gato apenas puede respirar. Fue un error creer que podría engañarse. Le tiembla un ojo, la prótesis que falla, la que falta y el órgano que está a punto de fracasar.
–Quizás si mis padres hubieran viajando un milenio posterior, quizás así, seríamos felices. Ahora no podemos esperar a que llegue el futuro donde ellos vivían. Fue un accidente, o eso dicen los políticos y los científicos que nos encontraron varados en el espacio. Dicen que fue un accidente como si pudiéramos huir de nuestra piel, exiliados de nuestra época, de nuestra gente. Judas es un gato y es una probabilidad entre miles pero sus heridas no son un accidente —llora pequeñas gotas verdes. Una mujer que mi madre admiraba mucho una vez le dijo que somos invisibles y breves como un neutrón. Pero a mí sí me ven, ellos siempre me ven. Saben que no pertenezco a esta época, pero no entienden que tampoco ellos pertenecen a su tiempo. La piel es entrópica, un contenedor de breves sonidos de otra época, de otro tiempo, de otro espacio. Ecos después de la materia.
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Manuel Mörbius es sociólogo por la UAM Xochimilco y escritor de ciencia ficción, horror y terror. Editor de Arte-facto (2004-2014), productor de radio y medios digitales, forma parte del ensamble de experimentación sonora Prótesis. Acaba de aparecer el volumen de cuentos Necropolítica. Ejercicios de rabia anticipada con espasmos especulativos (La Zorra Vuelve al Gallinero, Editorial Los Reyes y La Ratona Cartonera, México).