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ALFONSO REYES EN TIERRA DE INDIOS / 335

HERMANN BELLINGHAUSEN
Alfonso Reyes y el mundo indígena,
Patrick Johansson K,
Instituto Politécnico Nacional,

México, 2024, 273 pp.

 

Sólo Alfonso Reyes (1889-1959), entre los autores de su seminal generación, el Ateneo de la Juventud, puede ser estudiado y antologado, como lo hace Patrick Johansson, en torno a sus escritos sobre los indígenas “de ayer y hoy”, sin exhibirlo en ridículo. Fue el único del grupo que tocó el tema con simpatía en repetidas ocasiones. José Vasconcelos estaba demasiado ocupado en establecer su teoría del mestizaje y forjar una “raza” nueva y original, como para entender a los pobladores originarios de México, vivos o muertos. De Martín Luis Guzmán mejor no acordarse; el racismo y el desprecio en sus referencias a los indígenas son desfiguros mezquinos en su limpia prosa. Otros contemporáneos, como el egregio Ramón López Velarde, o el algo mayor José Juan Tablada escribieron opiniones vergonzosas sobre la indiada, y al bandido Zapata le desearon la muerte.

Sin cultivar la atención vigorosa ni la idealización nacionalista de Diego Rivera, su estricto contemporáneo, Alfonso Reyes visitó el asunto con humanismo y buen tiento, al grado de que su texto más conocido, lugar común favorito en su vasta y famosa pero poco visitada obra, sigue siendo Visión de Anáhuac. El propio Johansson lo considera medular en el volumen, que conceptualiza así:

Reunimos en este libro la mayoría de los textos de Alfonso Reyes que atañen, de una manera u otra, al indígena y su mundo. Sus alusiones, anécdotas, descripciones, relatos, ensayos, poemas en versos o en prosa que revelan el punto de vista, la perspectiva y la visión que tenía el autor neoleonés de dicho mundo, así como el tenor formal de su aproximación.

Se trata de una antología comentada, un mosaico de textos íntegros, pasajes y fragmentos extraídos de los 26 tomos de sus Obras Completas, verdaderos sarcófagos de una sabiduría múltiple, numerosa y bien escrita que el mexicanista Johansson, pupilo destacado de Miguel León Portilla, conjunta en ocho capítulos que hacen justicia en cuanto a los aciertos y las insuficiencias de la visión alfonsina.

La recolección inicia evocando los lazos de diversa índole que Reyes estableció a lo largo de sus años con la que llamaba “raza de ayer”, así como su acercamiento a las lenguas vernáculas mexicanas, especialmente el náhuatl, cuyas sílabas, escribió Reyes, “escurrían de los labios de los indios con una suavidad de aguamiel”. Enseguida se reproduce Visión de Anáhuac.

El tercer tramo observa la vocación parnasiana de Reyes “en tanto sus convicciones estético-literarias como en el tenor de su aproximación a la ‘epopeya’ indígena”, siguiendo los pasos y “la mirada asombrada” del conquistador. Se añade la versión integral del brillante ensayo “Del conocimiento poético”, que en parte se dedica a la comunicación del mundo indígena con su universo.

Un quinto capítulo describe la poesía indígena desde la perspectiva alfonsina. Explica Johansson que “propone contrapuntos paleoantropológicos y epistémicos que hacen eco a la noción alfonsina de un saber poético ‘allende la razón’, y de una anterioridad de la poesía en relación con la palabra”. La recolección analítica de Johansson continúa con el curioso ensayo “Moctezuma y la Eneida mexicana”, donde “manan comparaciones edificantes con el mundo latino”.

El séptimo capítulo estudia a lo escrito por Reyes sobre las “literaturas” antiguas nahuas y mayas, que le parecían “reliquias de inconfundible aroma añejo que acusan una estética y una idealización no europea y que permiten apreciar su sabor”. Cabe comentar que las fuentes con que contó llegan si acaso a las construcciones de Ángel María Garibay, y dependen en gran medida de las versiones decimonónicas de José María Vigil, Fernando Ramírez, Joaquín García Icazbalceta, además de los estudiosos extranjeros Eduard Seler y el Daniel Brinton de Ancient nahualtl poetry (1887) y Rig Veda Americanus (1890), sin recurrir a las traducciones pioneras de la oralidad nahua de Pablo González Casanova (1889-1936). Por último, el libro reproduce y comenta dos poemas y tres relatos sobre el pasado y el presente indígenas, incluyendo el sobrevalorado y muy antologado “El testimonio de Juan Peña”.

 

EL ESTIGMA DEL PADRE MATAINDIOS

El militar y político regiomontano, padre de don Alfonso, general Bernardo Reyes, famosamente fusilado un nueve de febrero, fue enemigo acérrimo de los indios vivos, más cerca de la violencia vaquera en Estados Unidos que del complejo sur de México, donde no era tan fácil, ni tan urgente, andar matando indios “salvajes” en el norte. Reyes comparte con Jorge Luis Borges una versión de su historia nacional y familiar, la del colonizador blanco que emprende conquistas y guerras “en el desierto”, “tierra de nadie” de hordas, en este caso apaches, mayo, yaqui y otras tribus seminómadas del norte, los genéricamente llamados chichimecas. El texto juvenil “¡Cuánto apache!”, recogido en este libro, comenta las hazañas del padre contra los indios: “Los más siguen su vida salvaje; otros pocos casi se civilizan, y aquellos y éstos pelean entre sí”.

De entrada apunta Johansson que Reyes nunca fue indigenista (“no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena”); más bien un “mesurado” admirador de la “raza de ayer”, y con el tiempo un observador humanista de los tarahumaras. Su estudio de la “literatura prehispánica” revela un talante más helenista o latinista que los escritores, arquélogos y antropólogos de las generaciones siguientes.

Para Reyes, el indio vivo de la frontera (“fieras del norte”) es amenazante. La épica corresponde al hombre blanco, popularizada en la primera mitad del siglo XX por las cintas del género western; también en las ensoñaciones de Borges, quien podía ver al general Roca a la par de un general romano, o digno de una saga nórdica de esas que le encantaban. Sin embargo, el escritor mexicano alcanzó a conocer la reivindicación de los antiguos gracias a Caso, Gamio y otros desenterradores del pasado. Se da tiempo pues de considerarlos seres humanos.

El prólogo es de Adolfo Castañón, reconocido guardián de la lengua española y proverbial especialista en Reyes; desde muy joven era visto como epígono de don Alfonso, y a lo largo de su vida ha dedicado gran atención a la obra alfonsina. Sin embargo, la mirada de Castañón sobre los indígenas, en pleno siglo XXI, se mantiene en las márgenes de un siglo atrás, lo cual lo lleva a expresar más conmiseración que comprensión de los indígenas vivos, y como ocurre en el medio académico y literario, se siente más a gusto con Miguel León Portilla y su abundante recreación del “pasado mexicano”:

Estamos acostumbrados a ver en las calles de la Ciudad de México a indígenas pobres que “semaforean” entre los autos, vestidos con un calzón de manta, tocados por un frágil penacho y blandiendo un tambor y una flauta, a veces con cascabeles en los tobillos. Cuando los veo pienso en los “dioses en el destierro” evocados por Heinrich Heine y compruebo que no son una realidad subterránea ni unos emisarios del pasado, sino seres vivos que se ganan el pan y la tortilla paseando por las calles los vestigios de su identidad heredada. La misma sensación de malestar viene a mí cuando, al salir de un banco o un centro comercial, veo a una indígena con su hija vendiendo muñecas de trapo.

Pero no se asuste el lector. El registro alfonsino es menos estrecho y conmiserativo que el de su epígono Castañón. El trabajo de Patrick Johansson, tanto en la compilación como los ricos comentarios que aderezan el libro, confirman lo que admite el autorizado prologuista: “debe leerse como la antología comentada más inclusiva disponible sobre el tema”. No es poca cosa para desentrañar la historia de las mentalidades mexicanas, en estos tiempos de despertar y reivindicación de los pueblos vivos, cuando ya nadie se atreve a llamarlos “fieras”.

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