LOS ARRIEROS, SOMOS...
UNO
Al muchacho lo encontraron colgando de una higuera a orillas del camino rumbo a San Bernabé. Tenía un letrero mal escrito en el que se le acusaba de haberse robado una pistola que pertenecía a uno de los hermanos apodados Los Güeros. Según las voces del mercado, habían visto al joven arriero comprando panela en la tienda de abarrotes perteneciente a los cinco hermanos hijos de españoles que habían encontrado refugio en el país, huyendo de la guerra civil en España. La nota también decía que eso le pasaría a quienes intentaran meterse con los patrones.
DOS
Cada jueves, pasadita la media noche, ya en viernes, pasaban los arreadores. Sin hablar. Sólo se escuchaba el trotar de la recua. Uno que otro chingadazo. Eran gentes de lejos que, según mi abuela, no hablaban castellano. Decía que eran yopes. Seguían sus recuas de burros cargados con leña, con costales de carbón, con canastas llenas de ve tú a saber qué. Se enfilaban al mercado de Ocotlán. Sábado, por ahí de la misma hora volvían en sentido contrario. Yo los escuchaba desde mi camastro.
Los había visto sólo una vez. De venida y de día. Fue un lunes por la mañana. Venían a trote. Atravesaban la calle principal del pueblo. Arreaban a sus bestias como encorajinados. Los apuraban a varazos. Los animales se encogían al recibir los golpes. Era extraño que regresaran en lunes y a esas horas del día. Me acuerdo que iba a hacer un mandado, y cuando los vi que se acercaban, me detuve para darles paso. Quería verlos de cerca. Como era costumbre en esos tiempos, los saludé.
Caminaban agachados. Se cubrían la mitad de la cara con pañoletas de colores. Era para evitar inhalar el polvo, pienso ahora. Sin embargo, antes yo imaginaba que era para verse intimidantes. Como los ladrones de las películas en blanco y negro que proyectaban los sábados por la noche en el solar vacante de don Nicolás. Todos traían sombreros anchos de los llamados panzas de burro. Una pluma de pavorreal los adornaba dándole a esos sombreros surcados por el polvo y el sudor un toque especial. Estaban sucios. Vestían pantalones de manta, y camisas del mismo material, coloridas en su tiempo. Raídas por los andares. Solamente uno de los seis me miró de reojo y me dijo algo que no entendí. Las canastas colgando de los aparejos de los burros bailaban, estaban vacías.
Ese día regresaban con retraso y según se supo después, habían tenido un altercado con el viejo don Isidro. El español que acaparaba todo lo que le fuera útil para revender después a mercaderes mayoristas. Según las voces del mercado, y contado por mi abuelo, don Isidro les había estado comprando su carbón, su higuerilla, sus manzanas, mezcal, tejocotes, cañas de azúcar, el copal y lo que trajeran. Por mucho tiempo usó una báscula modificada. Les pagaba menos por más peso. ¡Qué hijo de puta!, dijo mi abuelo.
Según las voces, uno de los arrieros, que era el líder del grupo, dicen, encaró a don Isidro haciendo uso de su escaso castellano. El viejo tracalero se rio de él. Se mofó de cómo hablaba. Pendejeó al arriero y le dijo que si no le gustaba que se fuera a chingar a su madre. Amador se llamaba el arriero que lo desafío. Desenfundó su vinsa, que no era más que una verga de toro, seca y trenzada. Sin discutir tanto, le dio una verguiza al viejo haciéndolo pedir clemencia en frente de otros vendedores.
Amador fue llevado a la cárcel. Ahí estuvo todo un día mientras los otros arrieros juntaron el dinero malbaratando sus productos para pagar la multa. También se comprometieron a no acercarse para hacer negocios con don Isidro. Tendrían que buscar otro comprador. Otros arrieros se quejaron de posibles robos y de mal tratos por parte del viejo español. Refunfuñando don Isidro también se comprometió a ser justo. Aunque no era de fiar. Miró con desprecio a la bola de indios mugrosos como él les llamaba.
TRES
Amador había firmado su sentencia de muerte. Mi abuelo era amigo de don Isidro, y sabía de lo que el viejo era capaz. Más cuando estaba embravecido.