AÑO VIEJO. CUANDO EN LAS CAÑADAS LOS TORRENTES / 342 — ojarasca Ojarasca
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AÑO VIEJO. CUANDO EN LAS CAÑADAS LOS TORRENTES / 342

HERMANN BELLINGHAUSEN

Los murmullos acompasados comparten un sobreentendido y se exhalan con palabras casi inaudibles cargadas de calor. Somos miles, saben. No sólo aquí. Lo mismo ocurre en estos instantes en otras partes de la montaña. Tantos años de prepararnos. En secreto, decididos, aprendiendo. Creciendo.

¿Cuánta adrenalina genera un cuerpo sano, intensamente vivo, en alerta total, en el umbral de un momento sin retorno, definitivo, que cambiará la vida personal y colectiva de todos, si no es que mueren en las próximas 24 o así horas? En la explanada en una esquina del camino, atardece el 31 de diciembre; la adrenalina se podría tocar con los dedos. Un regusto espeso en las bocas sedientas, un retumbo de respiraciones raudas que con su grandísimo silencio preceden al estallido del grito. Tiene forma, rostros, manos, fierros al alcance. Fierritos si se quiere, pero prestos y aceitados. Tan concentrados en la eficacia de sus operaciones, en la altura de sus motivaciones, en la inevitabilidad de lo que espera a los que se atreven, olvidan que son indígenas. Hoy son y sólo son guerreros. Compañeros guerreros de la liberación. Nacional, subrayan mnemotécnicamente. Invisibles y desenchufados del progreso, como los más pequeños, irrumpirán en la madrugada del año que entra. En pocas horas. Como lo que son: hombres verdaderos, los tojol winik´otik. Hay un entusiasmo. Nadie se da permiso de tener miedo. Varones la mayoría, pero también mujeres, insurgentes. Jóvenes casi todos, se siente, se respira. Hierven. Van señores padres, en la línea de atrás, son milicianos. Y nomás porque insistieron. Obligados no estaban, pero se comprometieron. Más de uno en la retaguardia de sus propio hijo, hija o hermanito. Todo lo nuevo tiene historia, lo saben en carne propia. Si vamos atrás en los años y en dónde anduvieron, las movilizaciones que realizaron, los garrotazos que recibieron, la cárcel de algunos, la penuria de otros, las conquistas y triunfos pese a todo, los papeles arrancados al díscolo gobierno para el ejido, la tierra comunal, el ranchito en la punta de la sierra de Livingstone, la de Plata, las muy escarpadas de la zona norte de los ch’oles y los Altos enteritos. Ellos saben todo lo que les falta. Lo que les deben, lo que les quitaron los antepasados de estos mismos cabrones. Les aventaron la cruz y la espada con más rigor que el descrito por el bonachón G. K. Chesterton. De ahí a las fincas de los amos que se apropiaron hasta de sus vidas.

En este hervor de tropas insurgentes en sus marcas, prendidas a la red de los radiotransmisores que se trama sobre una geografía precisa para ellos, difusa o invisible para el resto del país. Ni siquiera los soldados destacados en las regiones militares circundantes se dan por enterados y quizás debieran. El general Godínez había declarado poco antes: “En Chiapas no hay guerrilla”, y por eso nada le espantaba el sueño. Ya mañana se le espantaría permanentemente.

El paso que dan al frente es porque no van a retroceder un solo paso de ahora en adelante. A lo que toque, a la hora que sea, como venga. Para siempre. La historia pasa y no pasa, los mayas de Chiapas están a punto de sublevarse. Son más que nunca y por primera vez marchan los cuatros pueblos indígenas de las montañas del sureste: tseltales, tojolabales, tsotsiles, ch’oles (además de los tseltaleros y choleros asentados en la Selva Lacandona después de 1970). Nadie se la espera, aunque en las ciudades de Comitán, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo y San Cristóbal de Las Casas el miedo sí se huele y no anda en burro, algo traman los indios, ya vienen a comernos. Y no nada más los chamulitas. Ni las mugres hormigas organizadas de la selva. Quién sabe quiénes sean ni de qué planeta vengan. Guatemaltecos, eso son, tienen acento extranjero.

Los de allá en las ciudades, los “ciudadanos”, se las huelen pero a la vez dudan que los indios sean capaces, los valoran bien poco, son flojos, mentirosos, rateros, ignorantes, tontos, de cuándo acá van a salirse con la suya, gente salvaje, acomplejada, derrotada, que ni siquiera es capaz de concebir la envidia. A pesar de esos curitas alebrestadores y su obispo, el tal Don Sam, ya sabrán aquí quién manda, como dijera el general Absalón Castellanos, y han mandado siempre.

El seco golpeteo, clac entre sí de escopetas, los escasos rifles, algunos de alto poder. El enjambre de machetes. Garrotes, rifles de palo, resorteras. Las noches de desvelo, primero una familia, luego dos, y así, poco a poco, como una cadena de foquitos que se conectan, y llegada la hora se prenden todos de una vez y los deslumbra su propia luminosidad. Apenas se dan cuenta. La gravedad de la hora los pone en clave de vida o muerte, patria o muerte, vivir por la patria o morir por la libertad. Fundadores, hijos de los fundadores, nietos, labraron en lentos años de silencio un acuerdo. Sí, se les puede culpar de conspiración. Han conspirado contra el gobierno. Sus hijos son insurgentes del ejército campesino que nació como guerrilla guevarista como todas, foquista y mesiánica, con algo de suicida, pero al cundir en la yesca de estos pueblos sedientos de justicia se volvió otra cosa, el sueño de toda guerrilla latinoamericana, tener una fuerza de combate en un vasto territorio impreciso y preciso. Clandestino, desconocido aún.

Entre todos los “a punto” que estan por ocurrir hay uno que nadie, ni ellos, espera. Poco falta para la hora en punto en que dirán su palabra por primera vez en público. Empujan con fuerza las puertas de la Historia. Permitámonos la mayúscula. Lo saben, y por ahora es suficiente. Van a decir ya basta y no saben que el eco será mundial, repentino, instantáneo en pocas horas. Si algo de seguro va a morir es el silencio. Su silencio. Comienzan a vivir en voz alta. Cada uno en su posición. Vanguardias y retaguardias. También las familias que se quedan. Congregadas ahí para ver irse a los muchachos, a los compas, a los mandos. Van a la guerra. Y su guerra es la nuestra para las madres, las chamacas, las casaderas, los chiquillos. Hasta los pichitos se la huelen y saborean en la leche de sus madres, sin atreverse a llorar. Hasta hace rato hubo algarabía, mucha. Sentimientos contenidos. El encargo es el encargo. Adiós hijo. Adiós mamá.

Ya se forman, ya se van. Del otro lado de la brecha las familias. Rostros de piedra, escasas lágrimas. La tropa aborda los camiones y estaquitas para acercarse a la ciudad. Órdenes tensas. Escuetas. Insurgentes y milicianos comienzan a avanzar. Pronto las familias sólo alcanzar a ver el polvo que se aleja. Como pronto dirá la cineasta chilena Carmen Castillo, cuando bajan caudalosos los ríos es que lleva tiempo lloviendo en la montaña. La suerte está echada.

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