DESCARRILAR UN INSTANTE [PRIMERA PARTE]
Maria Popova
“Caracara-Eagle”, 100 Divinations for uncertain days
Comenzar con un poema-plegaria de adivinación cotidiana, pero que invoca aristas del tiempo, de la luz, de lo oscuro y la aparición, sirve para invocar todo lo que la fotografía nos brinda en la vida como herramienta de la memoria y como dispositivo para entender cómo funciona el tiempo de la imaginación, el tiempo interior “tejido de esperanza” donde nuestra creatividad y nuestra emoción pueden ser una con nuestra historia, nuestros sueños y recuerdos, sean volátiles o de permanencia, eróticos, y de plenitud mutua con alguien.
La autora del poema ha logrado mantener desde 2006 un espacio donde entreteje poesía, reflexión, historia, relatos, música, y el correlato de meditación, ciencia e imaginación, y así en su sitio, The marginalian, conviven Nick Cave o Pati Smith con Emily Dickinson, el físico Heisenberg, Oliver Sacks, Beethoven, Mary Shelley o Jean-Luc Godard, Pasolini o Hannah Arendt, Freud o Bachelard, por citar parte de la diversidad de rincones que visita estableciendo puentes etéreos con quienes nos asomamos a su blog, y nos maravillamos con las grietas por donde nos asomamos.
Su blog es cual cámara fotográfica que fuera capturando instantes y los tendiera sobre una sábana en el piso de alguna calle urbana o rural en los rincones del planeta.
Entonces, en una era donde todo está metido en pantallas transportadoras de rincones, y donde esos “rincones” se hacen más frecuentes y más artificiales conforme la IA se torna más autoritaria e invasiva, qué significado, qué sentido tiene que sigamos insistiendo en hablar de la fotografía, ese oficio tan artesanal y con tanto cuidado. En la contundencia de lo breve y lo fugaz, está la maravilla de los instantes que son irrepetibles. El fin último de la fotografía es volverlos permanentes.
Hace algunos treinta años, en uno de mis primeros encuentros con la obra de John Berger, se abrieron estas vastas reflexiones que hoy son fundamento de mucho del pensamiento en colectivo con que la gente defiende lo humano contra lo digital, lo alterado y ajeno a la experiencia profunda de los pueblos y comunidades, permanentes puntales de la vida planetaria.
Se abre el diafragma. Quién puede calcular el número de fotografías procesadas en el mundo todos los días. Se reproducen geométricamente. Los medios son muy sofisticados o muy simples y sin duda, día a día, más baratos e instantáneos. Cuántas de estas fotos son manipuladas en un sistema que niega un amplio margen de la otredad y ofrece “pruebas irrefutables”, convirtiendo a la imagen en sinónimo de lo existente, de lo verificable, de lo objetivo. Hoy el tiktok sustituye con rapidez y frecuente impertinencia el sentido fundamental de la foto.
Y sin embargo, como mariposas mojadas, miles de fotografías —escondidas en el bolsillo del saco o en una cartera— contradicen ese uso y sitúan en primer plano la relación contraída con ese papel rearmado con cinta adhesiva, craquelado y mellado en los bordes, para ejercer una intimidad solitaria que la gente guarda en los cajones en una oposición al tiempo cronológico, a la inmediatez evanescente, a la historia, en un acto amoroso. El ser que nos alcanza desde cualquier pasado, desde su ventana foto, imanta entonces la existencia toda. Sobre todo por ausencia. Vivir una foto con intensidad por su relación cercana con nuestra propia historia es viajar en lo imaginario y emocional que nos emana.
Se le ha querido equiparar con la pintura (aunque sus tiempos sean tan dispares y la foto cite y la pintura traduzca) y hay quien la ofrece como su alternativa en aras de una precisión respetada por lo microscópico de “lo real”. Hasta hace poco, el sistema global la restregaba al mundo como espejo perfecto, “objetivo” y la dotaba de armas —las palabras— para afirmar, igualando eventos inequiparables, o para negar, para despedir “lo que se va”. Hoy todo se despide incesante y la sucesion de resquicios es interminable.
Pero cuál es la naturaleza de la foto y qué sentido tiene develarla. Empezar hablando de su uso confunde. Sus posibilidades tangibles son menospreciadas ahora donde la foto y el video digital sustituyen con medios de visualidades impuestas las expansiones y búsquedas de la foto. Mientras, ésta sigue ahí, repartiendo apariencias por el mundo, reproducidas miles de veces. La muerte es un poco menos muerte desde la captura paulatina de los fantasmas disueltos en la luz. Eso era más claro cuando mediaba un proceso de alquimia para “revelar” las apariencias contenidas en un rollo de fotos.
El instante. Enfaticemos la ambigüedad inherente a esa ventana lejana e íntima a la vez. Repitamos algo que por obvio no se contempla: sus materiales básicos son evanescentes: la luz y el tiempo.
En el proceso más sencillo es factible suponer que una persona o un dispositivo automático accionan un mecanismo que deja pasar la luz del objeto fotografiado a través de un agujero sensibilizando una placa fotográfica o una película. Dada la preparación química de estas últimas, quedan plasmadas las huellas de esa luz. Otro proceso químico —el revelado—, y estas huellas pueden imprimirse en papel, una o miles de veces. Entonces una cámara es una caja para transportar apariencias: estas huellas de luz son su figuración concreta. En otro nivel de análisis, el instante cuenta más de lo supuesto. Según John Berger, “una fotografía pertenece al pasado y sin embargo, hay un instante de ese pasado interrumpido en ellas, por lo que a diferencia de un pasado vivido, no puede conducir a un presente”. [1] La fotografía ofrece entonces dos mensajes: uno se relaciona con lo fotografiado —las apariencias—; el otro implica un impacto de discontinuidad. “Entre el momento registrado y el momento exacto de mirar la foto, hay un abismo. Estamos tan acostumbrados a la fotografía y a la normalización de asomarnos a cualquier entorno o relato con sólo un clic que ya no captamos conscientemente el segundo de estos mensajes gemelos —excepto en circunstancias especiales—: cuando por ejemplo la persona fotografiada era cercana a nosotros y ahora está lejos o muerta. En tales circunstancias una foto es más traumática que la mayoría de recuerdos o mementos porque parece confirmar, proféticamente, la ulterior discontinuidad creada por la ausencia o la muerte”. [1] Es el futuro ayer.
El primero de los mensajes es incuestionable. Esas huellas de luz existieron. Son verdaderos fantasmas del instante atrapado. Si no tenemos relación con ellas nos dicen muy poco de la significación de su existencia. La foto conserva las apariencias de lo ausente mucho más directamente que cualquier otra forma de imagen visual porque “preserva un momento en el tiempo e impide que éste sea eclipsado por la sucesión de momentos ulteriores. Entonces podría compararse con las imágenes acumuladas en la memoria. Sin embargo hay una diferencia fundamental: mientras las imágenes del recuerdo son el residuo de una experiencia continua, una fotografía aísla las apariencias de un instante desconectado”. [1] El disparo, el clic, descarrila un instante. Al descarrilarlo lo enfatiza: quizá por eso las fotos son tan atractivas. Su cualidad fantasmal les otorga importancia. Pero el significado no es instantáneo. No puede darse sin desarrollo porque descubre en lo que conecta. “El significado es una respuesta no sólo a lo conocido sino también a lo desconocido: significado y misterio son inseparables y ninguno existe sin el paso del tiempo”. [1] Como instantes descarrilados, las fotos son intrínsecamente ambiguas. Su discontinuidad con lo vivido como flujo las resalta y las enigmatiza.
Una foto adquiere sentido —para cada quien— en la medida en que le prestemos un desarrollo: pasado y futuro. Un fotógrafo hábil nos convence de hacerlo. Junto a las palabras apropiadas, las fotografías pueden ser muy fuertes, por eso se les usa en la publicidad o en el discurso ideológico: pueden volverse aseveraciones dogmáticas.
¿Puede la ambigüedad de la fotografía, ya establecida por Roland Barthes, sugerir maneras de narrar, en un discurso abierto pleno de sugerencias? O para decirlo en otras palabras: ¿hacia dónde apunta la ambigüedad, el poco significado intrínseco de la fotografía?
Retomar sus dos materiales básicos, luz y tiempo, mueve la discusión a otro terreno más inquietante: uno, lo visual en sí mismo, las apariencias, sus interpenetraciones, sus conexiones y posibles sugerencias —esto es, cómo formamos imágenes—; y dos, qué relación existe entre esa producción de imágenes, la imaginación, y nuestro sentido del tiempo. ¿Puede la ambigüedad de la fotografía ser una herramienta para descubrir o expandir esas relaciones? La “magia” de las apariencias Los héroes de Homero, según comenta Ignacio Gómez de Liaño al presentar la obra enloquecida y profética de Giordano Bruno, “no ven con los ojos sino que ven en los ojos”. [2] Para ponerlo en palabras de Leonardo da Vinci, “la persona es aquello que mira, aquello que aloja”. Desde tiempos inmemoriales, las personas comunes en las culturas campesinas de todo el mundo han cifrado su saber en la resbalosa interpenetración y persistente mimetismo de las apariencias. Hay sin duda componentes atávicos en esa atención continua a la similitud de las cosas, a esa rima ansiosa, y los pueblos han leído en ella designios, constantes, órdenes. Los mitos mesoamericanos —y los dioses a los que hacen referencia— reconocieron una serie de fuerzas o cualidades sutiles que circulaban por el mundo (para instaurar o trastocar geometrías continuas, y que recorrían el entorno de acuerdo a ciclos muy calendarizados). [3] Sin duda los atributos fueron convocados de acuerdo a semejanzas, a rimas entre un elemento y otro. Esta lectura del mundo, que identifica un monte con un elefante o una estrella, al mar con el vientre materno, permean incluso el surgimiento de palabras comunes y arcaicas como arca —la de Noé—. Arca y arcaico devienen del sánscrito ark: vientre protector, vagina voluptuosa, origen, pero después arca o barco, o Argos, el de Jasón y los argonautas, y por extensión arco geométrico, arquitectónico, guerrero o cazador.
Para los aborígenes australianos, cuenta Bruce Chatwin, el entorno es leído aún como el recorrido mítico de sus ancestros, quienes cantaron en secuencias precisas ese recorrido, dibujando con el canto la forma precisa de una hormiga, una langosta o un chacal y convirtiéndolas en cerro, meseta o desfiladero [4]. Quién no ha leído historias en las nubes o en las voluptuosidades de una pared de piedra, en las descarapeladuras de la pintura, o en una taza de café.
Hoy día, sabemos que la coherencia de las apariencias deriva de leyes comunes de estructura y crecimiento que establecen afinidades —rimas visuales— y semejanzas inauditas, deleznables por lo comunes. John Berger habla de algunas de ellas: “una astilla de roca puede semejar una montaña; el pasto crece como cabello; las olas tienen forma de valles; la nieve es cristalina; el crecimiento de las nueces está constreñido a sus cáscaras de manera un tanto parecida al crecimiento de los cerebros en sus cráneos; todas las patas y piernas de soporte, ya sean estáticas o móviles, se refieren unas a otras...”. [1]
Los indicios de nuestra relación con estas rimas naturales son muy viejas, y concitan dos ubicaciones no sólo pertinentes, sino ambiciosas: por un lado, la armonización y flujo en estas similitudes indujo a las personas a la magia; por otro lado, las indujo a la sistematización tentativa de la imagen, de la fantasmagoría. Independiente de la explicación invocada, la creación de imágenes, es decir establecer un significado a partir de esa interpenetración pertinaz, fue tarea continua, muchas veces relacionada íntimamente con eso que le dicen tarea mágica. En esta búsqueda, la luz y la vista fueron elementos cruciales e hicieron que se buscara un ámbito de concurrencia: la mente, la imaginación, la memoria, el ojo. En el ojo confluyeron la luz y los objetos: los héroes vieron en los ojos, no con ellos. En la Edad Media, tal búsqueda marcó derroteros herméticos. Se buscó la mente artificial, la memoria total, la llave del universo. Muchos pensadores se enfrascaron en encontrar esa memoria ideal: Raimon Lull, el propio Bruno.
Giordano Bruno, al igual que Leonardo, fue el gran constructor de un ojo artesanal e inventivo: “porque ese ojo singular es el lugar de las invenciones y los encuentros”. “Ojo —dice Bruno— que ve en sí mismo todas las cosas porque es ya todas las cosas” [2].
No era sólo una especulación filosófica. Era buscar la armonización mágica de los encuentros y cruces de caminos. La magia en su sentido más llano es conocer y fluir en esa interpenetración continua de los objetos y sus transparencias o fantasmas (imago y phantasma de donde derivan imagen y fantasma son los vocablos, uno latino y otro griego traducidos al castellano con el nombre común de imagen). Pero para Bruno existía una diferencia clara entre imagen y fantasma pues la imagen constituía un esfuerzo de relación, algo puesto por nosotros como puente entre las cosas: algo fijo, la imagen, que desafiara “el movimiento y la alteración”. El fantasma era la transparencia graduada de las cosas, su reverberación, como dijera Gilles Deleuze. Fantasma se refería al alcance de la conexión e interpenetración. Imagen en cambio era el resultado de la interpenetración, el cruce de caminos. La “imaginación” o producción de imágenes: o “magia”.
Esta armonización “mágica” del mundo, ese cruce de caminos donde todo ocurre, fue expresado por Cézanne, hablando de las apariencias, en un siglo XIX que bajo la influencia cartesiana se había olvidado de la coherencia de las apariencias. Al prefigurar la pintura contemporánea Cézanne entendió e insistió en la significación de tal coherencia. “Los objetos se interpenetran unos con otros. Nunca cesan de vivir. Imperceptiblemente esparcen reflejos íntimos a su alrededor”. [1] En esa encrucijada, Maurice Merleau-Ponty declara: “debemos tomar literalmente lo que nos enseña la visión, expresamente que a través de ella establecemos contacto con el sol y las estrellas, que estamos en todos lados al mismo tiempo, y que aun nuestro poder de imaginarnos en otra parte… toma de la visión y emplea medios que le debemos a ella. La visión por sí sola nos hace aprender que los seres son diferentes, ‘exteriores’, extraños entre sí, y no obstante absolutamente juntos, son ‘simultaneidad’. Esto es un misterio que los psicólogos manejan en la misma forma en que un niño maneja explosivos”. [5]
Esto no es atemporal. Su relación con nuestro sentido del tiempo está ubicada en ese ojo interno donde cruzan luces surgidas desde tiempos dispares, o en la coincidencia y la sincronicidad; al hablar de imaginación ya hablamos de tiempo, uno que no va en una sola dirección ni camina paso a paso, sino uno que se deshace, se espiraliza, se contonea y se expande, o simplemente se torna cruce infinito por el cual retumbamos a la profundidad de un pozo lleno de estrellas: ese ojo de Bruno parece ser lo que Berger llama nuestro tiempo de la conciencia y que otros nombran tiempo humano, interno, o sentido del tiempo.
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