RENACIENDO EN EL TELAR DE CINTURA
A medida que crecíamos nos dimos cuenta de que nuestra mamá se dedicaba a moldear ollas y comales. Un día nos ordenó: –Irán a cargar barro al lugar sagrado de El Demonio. Se quedarán en casa de su abuela. Quizá les dé para cenar un durazno o chilacayota cocida, para que no tengan hambre. Aquí no tenemos maíz ni tortilla, y por eso haré comales. Antes de escarbar, limpien bien el lugar; después echen el barro en la canasta, pero no la llenen demasiado porque pesa mucho. Yo vivo del barro: siempre me he dedicado a hacer utensilios, y todo lo que comemos y tomamos sale de su venta.
Siguiendo sus indicaciones, salimos de Cuatro Palos. Pasamos la noche con la abuela y, al día siguiente, ella nos acompañó al lugar sagrado. Al regresar cargando la canasta, caminamos casi todo el día hasta llegar a casa. Descansamos y, al despertar, comenzamos a desmenuzar el barro en trozos pequeños, que quedaron como granos de maíz. Luego extendimos un petate en el patio para secarlos durante dos días. Después los echamos en una olla, agregamos agua tibia para que fermentara y, con el tiempo, la arcilla se convirtió en una especie de masa. Entonces nuestra mamá nos dijo:
–Esta vez llevarán un palo para golpear las capas de una roca cerca del río y las colocarán sobre una piedra y volverán a golpearlas. Golpeábamos una y otra vez hasta convertirlas en polvo. Después, pasamos la arena por un colador para separar las piedritas y sólo quedaba arena fina, tan fina como el cemento.
–Ahora tendrán que ir a cortar leña para cocer las ollas y los comales —fue la siguiente orden.
Mientras tanto, el barro ya llevaba una semana fermentando, tiempo necesario para moldear bien los comales, y con un olote torcido dejábamos rasposa la superficie para que las tortillas no se pegaran. Una vez terminada la cocción, íbamos a venderlos a Cacalotepec, donde casi nunca nos pagaban con dinero, sino que intercambiábamos los comales por café, frijol, chile y plátanos.
De vuelta en casa, empezábamos de nuevo y al cabo de un tiempo, fuimos a Zacatepec, un lugar bastante lejano, pues caminábamos más de un día. Salíamos los miércoles y dormíamos en Tierra Blanca, Mixistlán. De allí, partíamos temprano porque los jueves era día de plaza y vendíamos los comales, recibiendo a cambio café y frijol.
Cuando ya éramos grandes, nuestro papá nos llevó a conocer sus terrenos.
–¿Podrían trabajar aquí? —nos preguntó.
Nosotros, sin dudar, respondimos:
–¡Sí! Pronto nos dimos cuenta de que la tierra era muy fértil, ya que cada vez que sembrábamos obteníamos muy buena cosecha y llenábamos la casa de maíz. Con el tiempo, me pidieron matrimonio, pero poco después mi esposo murió en un accidente, quedando yo viuda. Durante esa época, tomaba mucho mezcal e incluso fui tentada por la idea del suicidio. Sin embargo, cuando veía a mis cuatro hijos jugando, me inyectaban energía para seguir caminando. Ellos cursaron los primeros tres años de primaria en El Duraznal y luego continuaron en Tamazulápam Mixe. Los inscribí a ambos en el albergue: uno en cuarto grado y el otro en quinto. Allí, una de las cocineras les preguntó:
–¿En qué trabaja tu mamá? ¿A qué se dedica?
–Mi mamá hace rebozos y blusas en telar de cintura —respondió.
Entonces le dijeron a mi hijo:
–Tengo familiares en Estados Unidos y a ellos les vendo ropa. ¿Podrías preguntarle a tu mamá si puede tejer más?
Él me contó:
–Mamá, una señora te dará varios paquetes de hilo que ella misma comprará, para que tú tejas bolsas. Las mandará a Estados Unidos y después te pagará, cuando hayas hecho muchas.
Acepté e inicié largas jornadas de trabajo entre los hilos y colores del lienzo rectangular que colgaba del tronco de un aguatal. Pero no sólo comencé a tejer bolsas y rebozos de mil colores, sino que, poco a poco, fui tejiéndome de nuevo a mí misma, renaciendo en el telar de cintura.
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Juventino Santiago Jiménez, narrador ayuuk originario de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.